Mariel: la cara cortada de la nación

De la película “Scarfface”

HAVANA TIMES – “Toda cicatriz nos recuerda que el pasado existió”, dice Hannibal Lecter en El silencio de los corderos, aliándose a ese tipo de argumento que asocia la cicatriz al dolor y a la memoria permanentemente apenada.

Tres décadas y media después de ocurridos los hechos, la enorme cicatriz del Mariel sigue visible en el rostro de la nación cubana. Hay quien ve en este tipo de marca otras contingencias. “No hay cicatriz, por brutal que parezca, que no encierre belleza”, anota la poetisa Piedad Bonnett, y añade: “Una historia puntual se cuenta en ella, algún dolor. Pero también su fin. Las cicatrices, pues, son las costuras de la memoria, un remate imperfecto que nos sana…”.

Sin embargo, uno intuye que una herida emocional pocas veces cierra de verdad. Y el éxodo del Mariel todavía es eso: una llaga abierta acompañada de los alaridos de unas turbas enfebrecidas (“¡que se vayan!, ¡que se vayan!”), donde la intolerancia quería lograr lo imposible: parecer virtud.

El Mariel fue un ejercicio de bullying colectivo en el que más de 100 000 compatriotas que optaron por irse del país fueron despedidos del modo más violento que se pueda imaginar. Hoy todo parece superado por la indiferencia, que es la peor manera de curar este tipo de herida.

Al menos para las nuevas generaciones (esos jóvenes de ahora mismo que en los momentos que se desencadenaban los sucesos de la embajada de Perú todavía no habían nacido, o eran demasiado pequeños) se trató de otra estampida parecida a la que se vivió a mediados de los noventa con los balseros.

Para los que tenemos un poco más de edad sabemos que el Mariel fue distinto, y tristemente, único. No fue el espectáculo también triste de la gente armando sus balsas para cruzar de modo temerario el Estrecho de la Florida, pero bendecidos por los familiares y amigos que desde el Malecón los veían alejarse mientras decían adiós: los marielitos fueron literalmente expulsados, golpeados, vejados, calificados de “escoria” y una vez que llegaron a su punto de destino debieron lidiar con los estereotipos que una película como Scarface (1983), de Brian de Palma, por poner el ejemplo más notorio, se encargaría de acuñar en el imaginario de la época.

Sería interesante estudiar los modos en que ha sido representada audiovisualmente la llegada de los cubanos a Miami luego de 1959, por cineastas que vivían fuera de la isla. He allí una zona de la memoria mediática que ha nutrido buena parte del diferendo Cuba-Estados Unidos en el último medio siglo, que permanece intocada, como si la antropología visual no encontrase en ese conjunto de imágenes y diálogos suficientes méritos para el análisis.

Hay muchas películas que se encargan de reflejar ese momento de inserción del cubano en el universo estadounidense, pero a los efectos de lo que quiero comentar en este texto (el cubano asociado al intruso que pone en peligro la tranquilidad que ya existía allí donde este llega), vienen a mi mente tres películas rodadas en décadas diferentes:

We Shall Return (1963), de Phillip S. Goodman, Scarface (1983), y Paraíso (2007), de León Ichaso. En We Shall Return se nos narra la historia de un terrateniente que, en vísperas de la invasión de Playa Girón, debe abandonar de modo clandestino el país debido a su militancia anticastrista. El personaje (encarnado por César Romero) simboliza a ese primer exilio de la alta burguesía local, que tras la llegada de Fidel Castro al poder, decide oponerse incluso por las armas al gobierno revolucionario.

Debe ser esta una de las primeras producciones cinematográficas filmadas en los Estados Unidos (específicamente en Daytona Beach) donde, no obstante el punto de vista claramente anticastrista, se cuestiona lo que podía significar la entrada de los cubanos al territorio, la incomodidad y peligros que ello podía implicar para las comunidades que ya residían allí.

Cuando se examinan las imágenes que entre 1959 y 1979 describen a esa comunidad de cubanos que había logrado asentarse en Miami (ya fuera a través de quienes se van del país en Memorias del subdesarrollo o añoran La Habana que dejaron atrás en El super), uno comprende mucho mejor el violento punto de giro que implicaría el Mariel en la representación audiovisual del exilio. Hasta ese instante, ese exilio solía representarse, en términos raciales, con preferencia hacia lo blanco, y en términos sociales, integrado por una clase media que no disimulaba la homofobia y el discurso ultraconservador.

El éxodo del Mariel pondría de cabeza esa construcción de la identidad del cubano más allá de la isla, incorporándole todos esos matices que componen el famoso ajiaco criollo al que hiciera referencia Fernando Ortiz. En este sentido, Scarface parece la respuesta lógica a ese “orden” imprevistamente subvertido. No importa que el guionista Oliver Stone, en los créditos finales, aclare que se trata de una ficción que describe las actividades de un pequeño grupo de cubanos que nada tienen que ver con la comunidad cubano-americana que hasta entonces había enriquecido la escena estadounidense.

Ya en los primeros tres minutos del filme, antes de presentarnos a los personajes, un texto sobre la pantalla nos avisaba que “de los 125 000 refugiados que arribaron a la Florida, se estima que 25 000 tenían antecedentes penales”: el miedo ya había sido sembrado en el horizonte de expectativas del espectador de esas fechas, que en lo adelante verá en Tony Montana (interpretado por un fantástico Al Pacino) el símbolo exacto de lo que significaba la invasión.

Si al principio hablé de una cicatriz que perdura en el rostro de la nación, es porque hasta el momento falta el estudio desprejuiciado que ponga en su lugar todo lo referido a ese momento histórico, y sus consecuencias. El estereotipo, en ambas orillas, nos sigue ganando la batalla, pues no solo se trata de evocar y explicar de un modo coherente los hechos en sí (mero positivismo historiográfico), sino de describir en el plano más humano lo que implicó para estos individuos la experiencia.

Si Scarface se encargó de hablarnos del destino de algunos de los 25 000 refugiados que tenían antecedentes penales en Cuba y allá libraron toda una carrera criminal, faltaría por contar lo sucedido con los otros 100 000 que emigraron, y que debieron competir en todos los campos, en una cultura ajena, con el idioma y el clima muchas veces en contra.

Carlos Victoria, ese escritor camagüeyano y marielito ya fallecido, apuntaría en algún momento: “Por el Mariel abandonaron Cuba decenas de artistas y escritores. Algunos ya murieron. Otros cambiaron su ruta y no volvieron jamás a crear, ahogados por el afán de lujo, o la droga y la disipación, o la dolencia mental, o la pereza, o la fiebre política, que contamina todo lo que toca. Otros hemos persistido, ignorados por la tenaz izquierda y la tenaz derecha. No llegamos a tiempo: llegamos demasiado temprano o demasiado tarde. Pero al menos llegamos a un espacio donde pudimos ser nosotros mismos”.

Es ese espacio humano, todavía invisible, todavía por descubrir, el que habría que ir a buscar más allá de esa enorme cicatriz tras la que permanecen escondidos todos los dramas.

Recomendamos: Mariel: 30 años después

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