Los riesgos del optimismo

Verónica Vega

HAVANA TIMES — Un amigo y colega de HT me comentaba que la mayoría de los que escribimos para esta revista somos unos “quejosos” (él se incluía) y que esta actitud no es del todo sincera pues si la vida en Cuba no nos diese excusas para la alegría también ¿quién la soportaría?

Reconociendo que tiene razón, tuve que hacer una larga pausa en mis artículos pues no encuentro un tema que no involucre una queja y empiezo ya a sentirme deshonesta.

Pensé escribir sobre una visita al municipio Cotorro, adonde recién se mudó mi familia. Durante el viaje en camión el chofer recreó a los pasajeros con tres canciones de reggaetón a todo volumen que se sucedían una tras otra en infernal (y eterno) círculo.

Tal vez yo era la única que no conseguía disfrutar de la oferta. Así que intenté encontrar alivio en el paisaje y sólo hallé un heterogéneo panorama de casas cuya triste mayoría me recordó una caricatura que vi hace unas semanas. Aquí se las pongo.

Traté de hacer fotos pero era imposible entre el hacinamiento, el vaivén del vehículo y los saltos que provocaban los baches.

El resto del trayecto me entretuve pensando en cómo la gente construye sin apenas recursos, cómo muchos ven corroerse su hogar sin poder poner freno a la destrucción y en el conjunto que hace esta arquitectura irregular, donde todo parece hecho a trozos, sin previo diseño.

Tan diferente a otras zonas de la Habana como Miramar, Vedado, la rescatada Habana Vieja… (todo lo que aparece en catálogos turísticos o en spots televisivos como muestra de urbanismo capitalino).

Pero veo que sigo con mi vicio de quejarme. Avanzaré hasta llegar a la casa de mi familia donde encontré a mi madre muy débil. Una prueba que le hizo mi hermana gracias a un aparato traído de Miami arrojó que tenía la azúcar baja.

El policlínico más cercano está a una parada de distancia y como no puede caminar producto de una neuropatía que ha devastado sus piernas (y su voluntad), fui al policlínico a preguntar si algún médico podía llegarse hasta la casa.

La doctora que estaba de guardia me dijo que tenía dos opciones: llevarla hasta allí en un carro o localizar al médico de la familia.

Por una vecina supe que la posta médica sólo atiende en las mañanas pues la doctora no vive en la zona. Ya era pasado mediodía así que estábamos en el punto de partida.

El sillón de ruedas conseguido casi por arte de magia recientemente, soltó una rueda en la primera salida. Me preguntaba si con el poco dinero que tenía podría tentar a algún taxista a desviarse de la avenida central y llegar hasta la casa, recoger a mi madre, llevarla al policlínico  y traerla de vuelta.

Mientras me debatía en tal enigma, empezó la parte positiva de esta historia. Después de comer un dulce comprado a una vendedora particular, mi madre fue reanimándose. Su rostro recuperó el color y al rato ella misma nos dijo que podía prescindir de ir al médico.

Caricatura en la que pensaba durante mi viaje al Cotorro, tomada de Exposicion en Estado de Sats.

Me fui no muy convencida y pasé una semana terrible imaginándola al borde de un coma diabético. Decidida a traerla a mi casa, me preguntaba cómo, en caso de emergencia, resolver el problema de hacerla bajar y subir los cinco pisos que tengo que recorrer a diario.

Los que diseñaron Alamar sí que fueron optimistas: previeron habitantes (¡incluso de la tercera edad!) saludables cien por ciento… Sólo los edificios de doce pisos o más, tienen ascensor.

Pero en mi última visita al Cotorro mi madre, con muy buen semblante, me aseguró que está bien allí y que puedo dejar de preocuparme.

Así que, para ser optimista (y sincera), puedo cerrar este post concluyendo, como Shakespeare: ¡Qué admirable creación es el hombre! ¡Qué infinitas sus facultades! En acción, ¡qué semejante a un ángel, en su espíritu, qué semejante a un dios…!

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