La otra Cuba

Por Margareta Turos

HAVANA TIMES – Es de mañana en La Habana. Abro mi balcón y respiro el aire húmedo y cálido, el aliento salado y acariciante del mar, el olor de las verduras; sólo respiro con los ojos cerrados.

Sé que estoy en La Habana, pero de repente estoy allí en el porche, bajo el cielo azul de mi infancia en Rumanía, los pies colgados sobre un océano imaginario y sueño que llegaré a algún lugar lejano, más allá del océano.

La dictadura de aquel tiempo y lugar se ríe de la idea, pero los sueños de un niño son más fuertes que cualquier dictadura.

Ahora abro los ojos y vuelvo a estar en Cuba. Miro la ropa lavada tendida en el balcón de enfrente. Revelan quién vive en la casa. Manteles de encaje lavados, blanqueados, soledad de ancianas, tal vez los pongan debajo del televisor, comprados con dinero de una nieta que vive en Miami. Comprados tras largas horas de cola en la tienda del dólar, donde los turistas pueden ir sin hacer cola, porque el dinero habla.

Beni More, famoso cantante cubano de los años 40 y 50, ya no canta en ese televisor.  Miro su foto sonriente en la pared de mi habitación: la Cuba de los cincuenta en blanco y negro, los Cadillacs americanos desguazados, el orgullo del Capitolio. Luego salgo de nuevo al balcón. Una anciana está viendo la televisión; su nieto va a la escuela con un pañuelo rojo al cuello, símbolo de una ideología.

Pero esa televisión sigue siendo buena, mejor que mirar las calles de la tristeza, las sombras de las casas decadentes. No hay aguacates, no hay pan y los niños no prueban la leche. Un niño que crece sin leche es sólo una de las muchas paradojas. En la tienda de dólar o en la difícilmente traducible MLC sólo hay ron, casi nada más, como si se tratara de crear una nación alcohólica; aunque, para mi sorpresa, encontré un cuadro de Frida Kahlo y una reproducción del cuadro Milagros de Jesús en la tienda casi vacía. Al parecer, la imagen pintada de Jesús no fue capaz de duplicar el milagro de los panes multiplicados y el pan no apareció en la tienda, a pesar de las largas colas de espera que había fuera.

El problema no es el ron, es el hambre y las calles sin música, la soledad del silencioso Malecón.

¿Dónde están los niños felices saltando al agua como hace treinta años? Niños apoyando sus bicicletas en las rocas junto al agua, evitando la escuela, escondiéndose entre las piedras; niños cuyas madres los buscan con un palo, porque no hay un ser más fuerte que la madre cubana.


¿A dónde se fue esa Cuba feliz?

Hoy, la policía acuática ha interceptado a personas que huían en una lancha rápida, según un par de mujeres repatriadas. Los pasajeros fueron golpeados y a una mujer que había sido golpeada en la cabeza se le cayó de las manos su hija de dos años. La pequeña se ahogó y fue tragada por el enorme océano. Otras seis personas también murieron.

¿Cómo puede esta tierra soportar tanta tristeza?  Quiero decirte, amiga cubana, que todo mejorará, pero no puedo decir nada, porque llevas mucho tiempo escuchando esto. Eres fuerte y estás desesperada. Tus ojos brillan, eres hermosa y no crees que lo eres. Sólo sabes que yo soy quien se puede ir, y tú eres quien se queda. El amor se ha desvanecido a tu alrededor y Cuba ya no es la Cuba que está en mi pared en blanco y negro.

¿Podremos recuperar nuestros sueños? ¿Tendremos la fuerza para ello? Agarra fuerte a tu hijo, madre.  Cuando te golpeen, no lo sueltes. Y entonces el tiempo volverá a girar: la música volverá a sonar en el Malecón, el hambre desaparecerá, los niños felices se lanzarán al agua y el viernes por la noche todo el mundo sacará los altavoces y bailará sin darse cuenta, incluido el policía que golpeó a esa mujer que intentaba escapar la Isla. En Gato Tuerto, una hermosa cubana canta en la noche, acompañada por un contrabajista. La comida se prepara en las casas, la abuela sirve la mesa, mientras su nieto practica un baile de salsa o juega al fútbol en la calle. “¡Aguacaateeeees! Mangooooos!”, grita el vendedor.

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Es el 3 de noviembre de 2022. Un piso y medio de una casa acaba de derrumbarse frente a mí. Veo una mecedora, una lámpara. Cinco agentes de policía observan los enormes escombros, sin rescatadores por ninguna parte. Al poco tiempo, una excavadora viene a registrar el lugar. La policía establece un cordón amarillo, la gente lo mira todo como si estuviera en la televisión.  Quiero romper el cordón y entrar corriendo, apartar las pesadas piedras, porque quizá haya un niño debajo esos escombros, como la niña de cinco años que murió hace una semana. Los escombros de una casa derrumbada también sepultaron a Adela Jiménez, de 90 años, encorvada, que fue a hacer cola para comprar comida con su pequeño bolso. Luchó contra Batista cuando era joven, luego fue enfermera y maestra. Creía en la revolución, amaba a Fidel. Su marido murió a la edad de 43 años y ella nunca tuvo hijos, ningún hijo o hija fiel en Miami para enviar un paquete o un dólar. Me pregunto cuál fue su último pensamiento bajo los escombros.

Es de mañana, dame tu mano amiga cubana, ¡déjame tomar un poco de tu tristeza!

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Hay una recepción en el restaurante junto al mar: ministros, abogados importantes, representantes de la OTAN. Están mal vestidos y parecen cansados. No son pobres, pero sus rostros son inexpresivos. Cuando ven la inconmensurable pobreza de la calle o a un niño hambriento jugando a la pelota, ¿recuerdan a veces su propia infancia, cuando ellos también daban patadas a una pelota allí, quizá con los padres o los abuelos de ese niño? Si se quedan solos por un momento a la sombra de las ideologías, ¿ven en el espejo a aquel niño que corría ajeno a los sonidos de la música nocturna que emanaban de las casas del barrio y saltaba al agua en el Malecón y se escondía entre las rocas?

Camino las calles de la Habana, por el mismo medio calle, porque un balcón puede desprenderse en cualquier momento. Una de cada dos casas está en venta. La venden y emprenden el viaje de diez mil dólares a través de Nicaragua, Honduras, Guatemala y México hacia Estados Unidos, la tierra de las oportunidades. Los contrabandistas de personas los transportan a través de las fronteras, los pasan a México, donde el cártel decide la ruta. El mismo cártel que gobierna en Ciudad de México. Cruzan el Río Bravo, si tienen mucho dinero por los mejores lugares. Deben tener mucho cuidado, porque si los deportan de Estados Unidos, México tiene un tratado con Cuba y los mandan de vuelta a donde ya vendieron la casa. Incluso pueden recibir una sentencia de prisión.

Hay otras maneras, además de la venta de las casas, de reunir el dinero. Los jóvenes musculosos se unen  a mujeres extranjeras más ricas y mayores: bailan, cantan, hacen cualquier cosa, incluso el amor si es necesario. ¡Sólo hay que largarse de allí! Las jóvenes son delgadas y hermosas, exactamente lo que quieren los viejos y ricos turistas estadounidenses o europeos. Podrían ganar un Oscar con su actuación: hacen una pantomima de amor, afecto, devoción, cualquier cosa. Dejan a sus maridos, que no aportan dinero y buscan oportunidades. Los niños tienen que comer, ¿quién puede juzgarlas?

Pasa un Cadillac rosado con jóvenes americanas rubias y sonrientes, vestida con ropas caras, gritando al viento. La negra, ex bailarina, con su bolsa de plástico del mercado, las mira desde el borde  de la avenida, camino a la cola donde discuten sobre el orden, quién está delante de quién…

En algún lugar del este, los árboles son verdes en la selva.   Allí viven animales maravillosos. Los colibríes construyen pequeños nidos del tamaño de una pelota de golf; las iguanas trepan por los árboles. Las cascadas caen en profundidad, el aire es limpio y el agua cristalina. Al sur, los bosques de manglares adornan el paisaje.

El agua de la playa de Varadero es la más bella y puedes comer langosta por el equivalente a diez dólares, una suma razonable para los turistas, pero no para los cubanos, donde el salario mensual de un médico es 60 dólares y el de un maestro, 25.

El hotel Inglaterra brilla esplédidamente como si nada hubiera pasado desde los taínos. Las palmas  reverdecen con la misma belleza, la cúpula del capitolio se curva románticamente hacia el cielo, el maravilloso y único azul del mar y la suave blancura de la arena son igual de vertiginosas desde hace siglos. Este podría ser el país más bello del mundo.

No puedes evitar amar esta isla, no puedes olvidar Cuba una vez que has estado allí. Te atrae la bondad de la gente, el llamado cubanismo, los grandes ojos marrones y sobre todo las hermosas sonrisas de los niños, la maravillosa mezcla de música y baile, la amabilidad de las ancianas cuando te llaman mi amor, si le preguntas a un extraño dónde está una calle. El sabor del mojito, los carros de colores que van para la playa, un recuerdo, un sentimiento, un movimiento… las ropas blancas e impolutas de las santeras que mezclan prácticas africanas y cristianas. La magia blanca y negra, los antiguos rituales no escritos que se trasmiten de padres a hijos. La alianza secreta de los abakuás, la conversación con los espíritus, las increíbles danzas del Callejón de Hammel, que cuentan la historia de la esclavitud y la intercesión de los dioses.

Esta isla es un milagro, un milagro que sangra por cada herida.

Cuando era niña y colgaba las piernas en el porche y miraba al cielo, sólo había una hora de televisión al día y en ella aparecían los discursos mentirosos del camarada rumano Ceausescu. Lo más importante del mundo para nosotros era la pañoleta de pionera. No había pan ni leche ni harina, sólo rostros pálidos y tristes en las filas y una extraña unión. Pasábamos frío en invierno, teníamos hambre. No había esperanza de que hubiera un mundo mejor.

Luego escuchamos hablar de personas que fueron a la cárcel porque se atrevieron a hablar de la desaparición de los que huían al otro lado del agua y nos aterrorizamos. Hasta que de repente dejamos de tener miedo. Nuestro muro también se derrumbó, pero ya no era el de la casa, sino el que nos separaba de todo y de todos. Y lo superamos.

Mi querido amigo cubano, tú que cantas en esa cocina, que salvas vidas toda la noche en un hospital y te derrumbas de cansancio por la mañana, que enseñas todo el día en una escuela aunque tus hijos pasan de hambre en casa, tú que ves todo esto de uniforme. Sabes que cuando ese niño llega al fondo del océano, en algún lugar se derrumba un muro. Todos lo cruzarán, el sufrimiento terminará.  No te hará feliz, sólo libre para ir a buscar el secreto de las noches de tainas y siboneyes, tus sonrisas perdidas, y la música en las orillas del Malecón, donde quiera que estés.

Yo estaré lejos, mis pies colgados en el porche, pero sonreiré contigo.

Así es como el océano se encuentra con el niño, el pasado con el futuro, la esperanza con la libertad.

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