La Habana, entre gritos y silencios

Ernesto Pérez Chang

Taxis. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES — La Habana es una ciudad de gritones. Apenas ha salido el sol y, antes de que comiencen a cantar los gallos, los gritos se imponen sobre cualquier otro ruido. Las voces del vecino que despierta a quien no tiene reloj despertador. Las voces de agitación de las madres levantando a los hijos para que vayan a la escuela. Los pregones del panadero y los alaridos de una señora para que alguien que pasa por la acera apague el motor del agua.

Una mujer corre por la calle lanzando palabrotas al chofer del autobús que ha pasado antes de hora y ha decidido no esperar. La gente que viaja dentro, amontonada, protesta por la incomodidad, por los malos olores, por el estado del tiempo que, por el tono de furia que emplean, tan absurdo, a veces pienso que es una manera enmascarada de criticar el estado deplorable de las cosas.

Según pasan las horas la gritería aumenta como en una competencia descontrolada donde cada cual ensaya su nota más alta. Los vendedores ambulantes sueltan los pulmones en los gritos. También los compradores de oro, los de botellas vacías.

Según pasan las horas la gritería aumenta como en una competencia descontrolada donde cada cual ensaya su nota más alta. Los vendedores ambulantes sueltan los pulmones en los gritos. También los compradores de oro, los de botellas vacías.

Se suman al coro los que reparan colchones o máquinas de coser. Los que no venden ni compran pero que mandan recados o saludos a viva voz desde los balcones. La empleada que anuncia que se acabaron los turnos de alguna fila entre las tantas que estamos obligados a hacer. Los que avisan que ha llegado el pollo de la dieta o los cinco huevos del mes. Los cobradores del agua, el fumigador, los niños que salen de la escuela voceando consignas patrióticas que les han enseñado los maestros. El altoparlante que recorre las calles anunciando un acto político en la plaza o que explica, con muy elaborados galimatías, por qué nuestras elecciones de un solo partido son las más democráticas del universo.

Por la noche, los gritos y las formas de emitirlos son otros. Siguen siendo intensos pero si uno los escucha con atención puede llegar a sentir el cansancio en las voces, las frustraciones del día a día, el silencio que hay tras ellos.

Gritos por el niño que, jugando en la escuela, ha roto los zapatos nuevos, irremplazables. Gritos porque en la guardería han anunciado que estarán cerrados la próxima semana por falta de agua. Gritos de las madres porque saben que esos días de ausencia serán descontados del salario.

Las altas horas de la tarde, la oscuridad que asiste a las desnudeces, son el momento de los estallidos. La angustia contenida se exterioriza en peleas de todo tipo: gritos por la comida que está sin hacer porque no hay dinero para comprar el cilindro de gas. Gritos por la electricidad que cortaron o han de cortar por la falta de pago.

A pesar de la intensidad y la persistencia, uno sabe que esas voces casi en los extremos del sonido, rozando sus límites, no son otra cosa que el más estricto y controlado silencio.

Gritos porque se acabó el arroz. Gritos porque un padre de familia ha quedado sin empleo. Gritos porque la televisión anuncia que habrá lluvias intensas y ya los techos no aguantan más humedad. Gritos porque otra vez han pedido dinero en la escuela para hacerle un regalo al profesor que suele tornarse muy severo al calificar los exámenes.

Gritos porque los papeles de algún trámite no saldrán si no se paga un soborno. Gritos porque el más honesto de los vecinos, un militar que todos los años vacaciona en Varadero, ha denunciado a la pobre anciana que vive de tostar y vender maní en la esquina, sin licencia.

Gritos de dos madres desesperadas porque nadie interviene en una sangrienta bronca de pandillas donde están involucrados sus hijos. Gritos de indiferencia de la policía porque el asunto de la anciana vendedora es mucho más peligroso para la seguridad de la nación.

Gritos extraños, demasiado humanos, que escucho apagarse después de unos disparos. Gritos que se amontonan en mis oídos y que, con el tiempo, he aprendido a no escuchar porque no deseo terminar parado en la azotea de mi edificio gritando sin control, con los brazos atados por una camisa de fuerza.

En La Habana todos gritan a toda hora, lo hacen con una energía tan descomunal que uno puede escuchar las voces aun cuando está lejos, más allá de las aguas que bordean la isla. Sin embargo, a pesar de la intensidad y la persistencia, uno sabe que esas voces casi en los extremos del sonido, rozando sus límites, no son otra cosa que el más estricto y controlado silencio.

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