Hora de almuerzo en Cuba

Ernesto Pérez Chang

HAVANA TIMES — Llega la hora de almuerzo a interrumpir la jornada laboral. Pudiera parecer  un tiempo para el descanso pero es común que para muchos se transforme en un momento de angustia. Ya son muy pocos los centros de trabajo que cuentan con un comedor obrero.

A tono con la política de sálvese quien pueda, decretada por el gobierno que se ha sabido ajustar muy bien el mejor de los salvavidas, miles de obreros deben salir los mediodías a obrar milagros con el escaso presupuesto que tienen para comprar alimentos.

Desde la comodidad de las oficinas más altas de algún ministerio cubano, cierto funcionario de esos que engordan en los salones VIP de los aeropuertos capitalistas y en los banquetes de lujosas e inútiles reuniones, ha determinado que solo algo más de medio dólar es lo que necesita un obrero para alimentarse a diario, en un país donde una lata de refresco y un pan con salchicha puede costar el doble, incluso más.

Todos los meses, adosado al pésimo salario, al trabajador se le asigna un flaquísimo pago en divisas para que, supuestamente, pueda acudir a los comercios locales. Se le tienen en cuenta solo los días laborables y la suma se ajusta al cambio actual de la moneda: 1 x 25. Un negocio sin dudas redondo para el Estado.

Para los obreros, acostumbrados a cobrar salarios tan bajos que apenas le rinden para los dos primeros días del mes, recibir cualquier suma extra suele ser una bendición, jamás una burla.

Aunque quisieran, no es aconsejable ponerse a sacar cuentas delante de un jefe sobre lo que, según los cálculos ridículos del mismo funcionario VIP, debería recibir un trabajador por todo un año de trabajo para poder mantener a su familia. En estos momentos de profunda crisis, con precios en los mercados estatales que superan hasta diez veces el valor real de los productos, sería una fortuna.

El salario oficial, previsto para treinta días, se queda siempre muy por debajo de la cantidad diaria que necesita una familia de solo tres personas. Ni siquiera se acerca a la cifra mínima de los estándares internacionales para determinar los niveles de pobreza.

Si el Estado calcula unos 13 pesos en moneda nacional solo para el almuerzo de una persona, entonces ¿a cuánto debiera ascender el salario mensual solo para adquirir los alimentos que han de ser consumidos durante el desayuno, el almuerzo y la comida en el hogar?

Precisamente porque conocen lo ridículo de la cifra que han determinado como suficiente, las empresas estatales han acudido a ese verdadero acto de prestidigitación donde la estafa queda enmascarada, sobre todo por la fuerza psicológica que la palabra CUC tiene entre las personas demasiado pobres.

No es raro encontrar obreros, acostumbrados al bolsillo roto, que ven en el magro presupuesto una especie de estímulo a su trabajo. Más cuando los dirigentes de las empresas suelen anunciar la medida del cierre de los comedores como un paso de avance y hasta como un signo irrefutable del fin del Periodo Especial.

Lo peor es cuando, como respuesta a quienes se oponen a la medida, lanzan con sonrisas de placer una comparación con el capitalismo y hasta elogian la eficiencia de un sistema que hasta ayer fuera repudiado.

¿Dónde estamos viviendo?, me pregunto. ¿Para qué tanto hablar de revoluciones durante años? ¿Cómo es que ahora no resulta extremadamente tóxico, sino muy saludable, enviar funcionarios a recorrer el mundo para que aprendan de tales medidas capitalistas con las que pretenden salvar el socialismo?

¿Cómo se le puede explicar al obrero que solo ha sido la pieza más vulnerable de un experimento que no resultó? ¿Cómo dejar de pensar que las medidas para salvar una economía no son más que estrategias para apuntalar una ideología?

Mis padres, siempre tan dispuestos al sacrificio, ya no saben cómo mirarme a la cara cuando dicen que valió de algo tanta convicción. Nadie como ellos para saber que, después de contar y recontar los centavos que se esfuman, es imposible tener fuerzas para vencer.

Aunque a resistir y a luchar hemos aprendido bien, eso sí. Creo que todo el discurso oficial de cinco décadas pudiera resumirse en esa frase tan graciosa pero terrible para nuestras circunstancias actuales: “Donde dije digo, digo Diego”.

Cuando veo llegar la hora del almuerzo en las oficinas, siento pena por quienes se encierran a engullir el sancocho que solo resulta de medio peso convertible, mucho más por quien, para llevar comida a los suyos, debe conformarse con un vaso de agua y una croqueta comprados en la cafetería oscura que está frente al flamante salón donde los camarones al ajillo y la carne de cerdo asada se ofertan, entre sones y sonrisas, por la módica suma de un salario mensual.

Siento pena por la secretaria que aplaca el hambre con buches de café porque debe ahorrar los centavos para los zapatos del hijo o para la fiesta de 15 años que le ha prometido a la niña.

Siento pena por quienes ya no tienen un argumento para convencerme de que ha valido para algo esa extraña fe, dibujada como grietas de abatimiento en el rostro de la gente. Duele a diario y con intensidad creciente.

Duele mucho más saber que la letra, la escritura, va sirviendo de muy poco en estos tiempos pero aun así escribo y escribiré sin que nadie me sostenga la mano. Este es mi único y más preciado recurso.

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