Verónica Vega
Pero me olvidaba de que las comparaciones pueden ser engañosas. Sin embargo, muy pronto tuve ocasión de recordarlo.
El 3 de septiembre mi hijo fue al pre universitario donde estudia, en Alamar, para empezar el onceno grado. Por comentarios de sus compañeros, se enteró de que justo los alumnos de once, parten esa primera semana para el campo. Un “detalle” del que no se informó a los padres el curso anterior, ni nadie me mencionó cuando fui a recoger el papel para comprar su uniforme.
En el matutino, luego de un discurso sobre la obligatoriedad de ir a la escuela al campo y el honor que involucra, se explicó que el verdadero propósito de esta migración es dejar aulas disponibles para recibir a los alumnos de los tecnológicos capitalinos, quienes recibirán seminarios de capacitación para hacer el próximo censo de población.
Luego, los estudiantes de onceno fueron llevados a un aula donde debían firmar un documento que establece su compromiso de ir al campo. Como mi hijo rehusó firmarlo, cuando le preguntó a la vicedirectora cómo podía dejar constancia de su presencia pues no habían tomado asistencia, ella le dijo que al no firmar aquel compromiso, podía considerarse ausente.
Ahí se me fue parte del alivio porque Corea del Norte no es el lugar que me rodea. El control que establece el miedo aturdiendo la razón y paralizando la voluntad y por extensión la propia dinámica del desarrollo, es monstruosa donde quiera y como quiera que se aplique.
No me asombró saber que casi el total de los alumnos firmó aquel compromiso sin el conocimiento y menos, el consentimiento de sus padres.
Tienen incorporados resortes de aprensión, ya desde la primaria: “a lo que les pongan en el expediente”, “a que la maestra se ensañe”, “a repetir el grado”, “a que no le den el pre, el tecnológico o el aval para la carrera universitaria…”
En cambio, nadie jamás se ha ocupado de informarles sobre sus derechos.
Tampoco los padres, a quienes este imprevisto de la escuela al campo les crea molestias inesperadas. Oí comentarios de “cómo conseguir una maleta, mi hijo no tiene zapatos y se ha quedado sin ropa, cuánto costará un carro para provincias y de dónde sacar la comida para llevarle el fin de semana…”
Las protestas se limitan a murmullos. Nadie expresa que presionar a un menor a firmar un compromiso que sus tutores ignoran, es violar la patria potestad. Ellos también sienten que tienen que obedecer.
Una amiga me comentó que una vez, un extranjero que la visitaba, fotografió el folleto de la Constitución de Cuba, sinceramente asombrado de que semejante documento estuviera al alcance de los cubanos. Él tenía la convicción de que éste estaba inaccesible o prohibido para nosotros.
Hace tiempo tuve la oportunidad de publicar en un blog donde (a propósito) se ponían noticias falsas sobre Cuba. Aunque me devané los sesos pensando qué invención periodística podría tener sentido (para mí), no se me ocurrió ninguna.
Pero hoy he tenido el pensamiento de que se puede escribir de lo que se desea alcanzar, describiéndolo como una realidad, aunque sólo sea para invocarla.
Así que yo hablaría del alto sentido de dignidad y autorespeto de los cubanos. De cómo las nuevas generaciones han heredado de sus padres la confianza de que cada uno de ellos cuenta, de que el poder no lo concede nadie: cada cual lo toma y lo defiende.
Y ahí vemos en las escuelas a nuestros niños y adolescentes, tan “serenos y distendidos”, como decía Rilke, con la única seguridad de la moral. Libres del estupor y la compulsión de la masa, de manipulaciones, de oportunismos. Libres del miedo.
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