De compras en Cuba y mi complejo de culpa

Por Amrit

El Centro Comercial Carlos III. Foto: Caridad

HAVANA TIMES, 26 ene — Esto que voy a decir podrá sonar increíble pero es real en un cien por ciento. Hace ya un tiempo que experimento una extraña ansiedad cada vez que tengo que ir a una tienda (en divisas). Me preocupa muchísimo que los dependientes sean amables, es decir, prefiero que no lo sean.

La causa flota muy subrepticia en la propia gentileza de ellos: me doy cuenta de que esperan una propina, y desde la fracción de segundo en que capto el sutil mensaje me siento tan nerviosa que no sé si renunciar al producto que me están mostrando (y que necesito), o revisarlo y hasta cambiarlo como es mi derecho y al final enfrentar su mirada de frustración y reproche cuando pago el costo exacto del importe.

A veces mi timidez me arrastra hasta el punto de dejar alguna moneda, pero el problema empeora cuando uno está literalmente “de shopping” y busca varios productos que están en diferentes departamentos. Desde la empleada del guardabolsos hasta la viejita que cuida el baño parecen esperar esa moneda que no me sobra y que voy a necesitar (lo sé), incluso para pagar la guagua.

El año pasado tuve que pasar varias veces por esta experiencia porque estaba preparando el equipaje para mi primer viaje fuera del país. Con un dinero que pretendía estirar como si de la angustiosa y pedestre realidad pudiera saltarse al mundo de la magia sólo con ignorar las cifras, ir de compras se volvió algo tan tormentoso que salía de los comercios con dolor de cabeza.

En la boutique del Hotel Inglaterra tuve una experiencia bastante incómoda. Me interesé por un bolso y aparentemente sólo quedaba el que estaba de muestra, un poco sucio por el manoseo de los clientes.

Cuando ya lo iba a pagar, una dependienta, muy amable, se apareció con uno que quedaba en el almacén, tan limpio como se supone sea un objeto sin estrenar. Le agradecí varias veces pero pagué el precio justo y eso me costó una mirada de desprecio que me hizo salir de la tienda con profundo desagrado.

Foto: Caridad

Fui más de una vez a las tiendas de “Galerías de Paseo,” y mi complejo de culpa se activaba ya con los cuentapropistas que se alinean a la orilla de la calle, tan ávidos de clientes que sólo el mirar por inercia la mercancía me convertía en el blanco de una atención desmedida.

Porque fui secuestrada una vez, literalmente, en un callejón de la Habana Vieja, y me vi de pronto probándome ¡y hasta comprando!, una blusa tejida que ni remotamente tenía proyectado adquirir, es que soy más cautelosa.

En otra ocasión mi esposo y yo fuimos remolcados por la solapada gentileza de una muchacha en el Barrio Chino y nos descubrimos sentados en un restaurante y ordenando un almuerzo que no habíamos planeado.

Puedo decir que en ninguno de los comercios que visité con amigos, en varias ciudades de Francia, me sentí así. No soy tan ingenua como para no percatarme de que cada objeto que se exhibía estaba diseñado con el propósito intrínseco de seducir, especialmente en las ofertas navideñas.

Ofrecían un tentador espectáculo ya desde los envoltorios, construyendo “necesidades” o sueños.

Vi vallas con todo tipo de anuncios, y percibía la política del consumo en los mares de souvenirs en las orillas del Sena y en todo lo que aparecía ante el caminante como una promesa de optimizar su vida.

Sin embargo tenía la libertad física y psicológica de explorar a mis anchas sin que ojos atentos vigilasen mi interés o enmarañaran mi indiferencia.

Sé que esta comodidad descansa en el salario del dependiente y aunque ignoro cuánto ganan los empleados de las tiendas cubanas, sólo por ese tácito acoso que he padecido me doy cuenta de que es insuficiente, como casi todos los salarios en nuestro país.

Pero es una realidad indiscutible que el cliente tiene el total derecho de esa libertad que sentí fuera de Cuba, y al menos a mí, y sé que a otros, sí me importa no volverme tan dura como esos parisinos que vi pasar insensibles frente a los mendigos, y poder disfrutar de una relación cordial con un dependiente sin sentir que prefieren una propina a una sonrisa sincera o ¡peor!, que soy responsable del déficit de su salario.

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