¡Ataja a ese tal por cual!

 

Por Martín Guevara

Vista de una parte del lobby del hotel Habana Libre.

HAVANA TIMES – A raíz de una denuncia de un matrimonio de turistas cubanos y sus familiares, de la que se hizo eco la prensa sobre el maltrato en Cuba a los turistas nacionales en comparación con los extranjeros, me vino a la memoria y a la reflexión este pasaje.

Llegué a La Habana en 1973 siendo un crío; nos fueron a buscar tres automóviles con milicianos y nos llevaron directo al hotel Habana Libre. Viví tres años y medio allí mientras estudiaba en la primaria Orlando Pantoja y en la secundaria “Felipe Poey”, anexa a la Universidad.

La realidad en el hotel, comparada con la de la calle, parecía una película de Tarzán o Daktari en África. Era difícil vivir entre dos mundos tan diferentes, recuerdo que denominaba esa situación como: “Los de adentro y los de afuera”.

Cinco restaurantes a mi disposición, más servicio de habitación, piscinas, entretenimientos, mucho espacio, confort, toda suerte de exquisiteces en las cantidades que desease. Mis padres tenían mucho cuidado de ir al restaurante más familiar y menos ostentoso y de pedir los platos menos suntuosos, imagino que por la propia contradicción a que los obligaba aquella doble moral tan evidente. 

Incluso mi padre antes de irse rumbo a su lucha contra los molinos de aire perfumados con aroma de mataderos, pidió encarecidamente a las autoridades que nos atendían, que nos enviaran a un barrio obrero. Cuando a finales del año 1976 comenzaron a reformar el hotel para satisfacer la nueva política de cara al novedoso proyecto para el turismo bañado de “moneda enemiga”, fuimos los últimos en irnos; los pasillos parecían edificios bombardeados, nos mandaron sin escala al paraíso proletario de Alamar.

Solo la imaginación podía componer un mayor contraste.

Antes de irnos, a principios de aquel mismo año 1976, se estableció la primera tienda experimental de productos del capitalismo y se puso en nuestro hotel. Con mis amigos Fernando y Pedrito tenía un equipo que competía contra Gerardo y Alejandro para ver quién sustraía cosas de mayor precio de dicha tienda, aunque nosotros nos esforzábamos con muchas postales y otras baratijas que al ser de bajo valor estaban en la zona menos vigilada.

Generalmente Gerardo, que era mayor que nosotros y tenía más pinta de serio, se atrevía con un reloj o algo de similar valor más cercano a las vendedoras y nos eliminaba. Un día, mientras llenaba mi pantalón y camiseta de postales como un canguro con su bebé, me “partieron”.

Al salir me dieron la voz de alto y me largué a correr como perseguido por un guepardo, un pequeño grupo empezó a gritar ¡atájalo! mientras yo iba incrementando la velocidad, esquivando columnas y curiosos y el grupo de los perseguidores fue creciendo por todo el lobby.

Solo me detuve una fracción de segundo cuando Fedora, la mamá de Pedrito y la mejor amiga de mi madre y que era como una tía para mí, entró al hotel trayendo de la escuela a Paula, su otra hija. Con el asombro clavado en su cara me ensartó una porción con la mirada, seguí corriendo deshaciéndome de esa daga por el instante en que lo necesité, aunque con el coste de llevarla enfundada en la retina el resto de mi vida.

En un recodo de mi huida mi amigo Fernando tuvo el valor de salirme al paso para aliviarme de algunas postales, cosa que nos terminó de hermanar. 

Ahí frente a los baños que hay tras los ascensores doblé la curva hacia la izquierda, a la derecha estaba la barbería, los baños turcos, la lavandería y luego una vía muerta, y hacia donde me dirigí estaban las tiendas para huéspedes, pero en dinero cubano; en aquel entonces no había puertas, era todo pasillo diáfano, más tarde destrozaron la estética de ese magnífico edificio.

Estaba la tienda de artesanías con sus espantos varios que nadie compraba, ranas tocando la tumbadora, diablillos abacúa, cangrejos con maracas, sombreros de yarey, y otras por el estilo. A continuación estaba la perfumería, después la tienda de fotos y oficinas.

En la fuente que hay en medio de las tiendas dejé casi todas las postales dentro de un cajetín de electricidad que había entre las plantas, me quedé con cuatro o cinco y paré de correr; se me echó un grupo de corredores burlados y me llevaron a la oficina de la milicia, que estaba detrás de la cafetería, bajó el administrador Zorrilla.

Tras reprimendas y regaños llamaron a mi madre. Fue un escándalo surrealista, el sobrino del Che perseguido por el lobby de su casa con productos sustraídos de la primera tienda anticomunista de la Isla. Muchos trabajadores y huéspedes exiliados habían traído butacas de primera fila para ver el show.

Yo me sentía entre aterrorizado y dignificado por los esfuerzos invertidos por los seguidores en capturarme; mi padre estaba preso en ese entonces en Argentina y por transferencia para mí ser detenido, era más honroso, más heroico que lograr escapar. Huelga aclarar que si en vez de ser extranjero y pariente de un comandante hubiese sido “de afuera” de la pompa de jabón, otra breva me habría caído.

Era aquella tiendita al fondo del pasillo del Hilton confiscado por la Revolución, donde para comprar había que previamente cambiar las divisas en la carpeta, era el comienzo del virus degenerativo de la autoridad moral para pedirle sacrificios a la población cubana, en pos de resistir al enemigo imperialista.

En ese entonces la división de castas nacionales era menos evidente y de alguna manera se podía camuflar para justificar ante las pocas personas en toda la Isla que conocían cómo vivía un familiar de un dirigente, pero la discriminación y xenofobia que despertaron esas infames tiendas no se podían esconder, y difícilmente se podían explicar.

Después empezaron a chorrear las easy shopping y casi al unísono las diplotiendas, las diplopeluquerías, las diplodulcerías, en las que todos los productos tenían un común denominador: eran infinitamente mejores que aquellos destinados al consumo de los cubanos.

La consecuencia más directa fue que se evidenció a todo nivel el desprecio por la población, por el ser cubano, por los mismos por los que se decía que se había hecho la Revolución. Enviaba el mensaje de que el gentilicio “cubano”, frente a cualquier extranjero, de los cuales había siete castas, le correspondería  siempre el rol del servidor, del culpable, del sospechoso, del castigado. El del contaminado por la pandemia de la humillación y la doble moral.

El cubano ha sido mucho más dignificado en cualquier país del mundo que en su propia tierra.

De ahí que sea menester entender que la inmensa mayoría de los que convivían con ese enorme y profundo desprecio permanente, sienta una especial gratitud a EE.UU. en ocasiones erróneamente personificada en una opción política y no en los tratados de elementales Derechos Humanos, al haber experimentado por primera vez en su suelo la dignidad personal, el trato igualitario y el respeto como ciudadano.

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