Una tradición de levantar muros

Leonid Lopez

HAVANA TIMES — Nakamura iba a verme al bar una vez a la semana. Es de esos que cuando preguntas por ellos la gente solo puede decir: es un tipo tranquilo. Había hecho mucho esfuerzo para llegar a ese punto.

Su padre venía de una rama de samuráis arruinados. Había trabajado sin descanso hasta que fundó una pequeña compañía de tintas de imprenta. Se veía a sí mismo como la prueba viviente de que trabajando duro se puede llegar lejos. Esa era la única razón que llevaba en la mano como  juez el mazo.

De muy niño, para Nakamura, el padre era una pared enorme que le protegía del mundo allá fuera. No tenía muy claro en qué consistía ese mundo exterior pero debía ser el de la gente mala, esos que no trabajan duro y que quieren vivir de los demás. Sin embargo al crecer ese dibujo se le hizo, año tras año, de contornos menos precisos.

No era que dudara del bien protegido en la doctrina del padre, era que no sabía de que lado ubicarse él. Sobre todo pensaba: si alguien se encuentra al amparo de un bien debería tener una vida más colorida. La pared ya no era tan fuerte. ¿Los ladrillos eran viejos? ¿La mezcla que usaron para unir los ladrillos no era de muy buena calidad? O luego y peor: ¿será que mi padre no es un muro enorme, si no otro de los tantos pequeños y enmohecidos muros de los callejones viejos y oscuros de la ciudad?

Como sea Nakamura se percató de que el padre no tenía amigos. Me dijo: su único entretenimiento consiste desde hace trece años en, un domingo al mes, jugar al go con un bonzo del santuario sintoísta cerca de casa. Sentados en el suelo de una habitación de 12 tatamis vacía que se había usado un tiempo para ceremonia de bodas, sin hablar ninguno una sola palabra, mezclan en susurros rezos y maldiciones.

La madre de Nakamura había muerto cuando este tenía 12 años y la respuesta del padre a este suceso fue ahogarse más en el trabajo y recordar al hijo todos los días los inmensos sacrificios de su familia y la clara responsabilidad de ocuparse del negocio paterno cuando tuviera edad para ello.

De alguna manera supo qué debía hacer. Dejó de jugar con la niña del frente y con el rarito mitad extranjero del apartamento de abajo. A cambio jugó beisbol con los fuertes del aula, aprendió cada lección como panfleto religioso, dejó a un lado cualquier conocimiento que fuera extraño, o no fuera práctico, no lloró, no habló más de lo debido, no dijo nunca lo que sentía.

Así vio desaparecer las dudas, estaba curado. Se convirtió en Nakamura, el mismo apellido del padre y su sombra.

Creció o más bien se dejó crecer. Ladrillo a ladrillo su padre debió hacer de él, sin saber cómo y sin resistencia, otro muro. Sin embargo ahora presentía que el padre no había trabajado solo en ello.

La escuela, los vecinos, la televisión, nada alrededor le ofrecía otro ideal de vida. Dos caminos volvían a levantarse ante él: el del trabajo duro y el de los aprovechados. De esta manera, a los 20 años y ya próximo a sustituir a su padre en el negocio, a Nakamura no le quedó más remedio que pensar: o el mundo no ha crecido o he sido yo el que ha quedado con mente de niño. A los 30 años se fue de casa. Su padre había dejado de jugar al go.

Ahora con 35 años otra idea se insinuaba: ¿será que todo alrededor está enfocado para mantenerme niño? La propaganda, los programas de televisión, la excesiva información en los altavoces de trenes y ómnibus, el trato entre las gentes, la repetición de las mismas palabras vacías, la desconexión con el mundo, la lista iba en aumento, eran pruebas, para él, de que en Japón se formaba una población toda infantil sin criterios sólidos, que repetía como cotorra cada uno de los sutras del correcto vivir.

Si fuera solo yo el único infeliz, el único muro torcido, tendría que callar y reafirmarme como alguien que va contrario en la carretera. Esto me confesó un día Nakamura, con tragos de más, mirando la punta de sus puntiagudos zapatos de empresario.

Entonces, acercándose disimuladamente, bajando el volumen y mirando al televisor colgado en la pared, me invitaba a que viera los rostros soñolientos de la gente, que hiciera sencillas preguntas, solo un pelo fuera de la conversación cotidiana, que recomendara otro tipo de vida, que anotara la cantidad de veces que en la calle oía reír, hablar, comer siquiera y aquí también la lista iba a en aumento.

Nakamura heredó la compañía de su padre y se casó. En la casa su esposa vestía, todo el día, un delantal y al salir cubría los brazos con una especie de media para proteger la piel del sol. Siempre cocinaba comida japonesa. Su única distracción era ir a comer a algún restaurante famoso con las esposas de otros empresarios del barrio. Entonces se le veía hablar y reír casi con desenfreno, siempre ocultando la boca con un gesto de la mano.

Sin embargo con Nakamura era muy callada y discreta. La palabra que más le escuchaba decir era dame (prohibido, no se puede hacer) regañando a los hijos. Los dos hijos por su parte parecían entender que vivían en un mundo de prohibición y se adaptaban de maravilla a él, no haciendo nada fuera de lo aceptado.

Nakamura iba a verme al bar una vez a la semana. Me invitaba a una copa del mejor vino. Nunca le hablé demasiado, me limitaba a escuchar, asentir y algún que otro comentario superficial. Parecía que era lo que él necesitaba.

Un día me atreví a decir que estaba claro  él no era como su padre. Más de un muro se había caído y aunque la vida exigiera rápido, en su lugar, levantar otros muros, uno podía darles contornos mas redondeados, alinearlos al sol, pintarlos del color que uno eligiera.

Nakamura me escuchó pensativo y no fue otra vez al bar.

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