El síndrome de las puertas cerradas

Yenisel Rodríguez Pérez

HAVANA TIMES — A pesar de las reformas económicas implementadas por el gobierno cubano con vistas a encausarnos hacia un capitalismo de mercado eficiente y eficaz, aun persiste el síndrome de las puertas cerradas en los centros comerciales del país.

Los ómnibus en la capital solo abren una de sus puertas, las cafeterías, los supermercados y las tiendas, todos a medio abrir, todos a medio cerrar.

Uno se asombra cuando descubre un área de consumo ambientado como espacio público. Son excepciones que además duran poco, porque cuando menos se espera llega el conserje a negar eufemísticamente el jolgorio.

Las plazas públicas han sido suplantadas por “conventos”, no por supermercados. Es un fenómeno global atomizar comunidades; pero en Cuba lleva su plus anticomercial y totalitario.

A fuerza de testarudez algunos establecimientos han improvisado precarios saloncitos de consumo. Arrinconados junto a la caja registradora, a la nevera o al mostrador, se reúnen en calurosa afectividad consumidores ansiosos de sociabilidad.

Es común que el aire de cualquiera de estos locales se enrarezca con el calor corporal, aun cuando tengan aire acondicionado. Las risas de unos se confunden con las caricias de otros, y los regaños paternales hacen coro con las perretas infantiles.

Entre la espada y la pared. Necesidad de vender y miedo al consumo socializador. Temor a la carcajada popular y a la violencia que florece cuando los alcoholes inundan la psiquis. El régimen buscó por mucho tiempo que sus políticas anticomerciales conectaran con la represión que ejercía sobre los espacios públicos.

Hoy el panorama político exige desarrollar los servicios y el consumo; entonces la burocracia se ve obligada a diseñar nuevas formas de administrar la vida pública. Pero no sabe cómo hacerlo. El supermercado aun le parece subversivo.

De ese modo el gobierno democratiza el consumo para luego ponerle cortapisas.

Por el momento parece que Cuba seguirá optando por el vaivén demagógico que ha resumido en la consigna “sin prisa pero sin pausa”.

Con una mano ofrecen el artilugio consumista y con la otra le cortan las alas para que caiga por su propio peso.

Al final lo que queda como constante es la estética estalinista de miles de puertas cerradas en horario de trabajo y consumo.

Los consumidores, incluso los de alto nivel adquisitivo, desean socializar sus estatus y su identidad clasista.

¿Por cuánto tiempo podrán las puertas cerradas contener la demanda de nuevos sectores de consumo que hoy no se conforman con solo adquirir productos?

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