Sobrevivencia en Cuba

Verónica Vega

Al prójimo como a ti mismo. Ilustración: Yasser Castellanos

HAVANA TIMES — Un amigo me comenta que cada vez más siente que no entiende a los cubanos, que no encaja en ningún sitio.

“No sé si soy yo el que está mal”, confiesa desconcertado, “pero veo tanto absurdo en todas partes, y me pregunto por qué la gente lo acepta, por qué nadie más reacciona”. Lo consuelo diciéndole que conozco personas que sienten lo mismo, entre ellas, yo.

Día a día acumulo experiencias que me reafirman esa sensación. Mientras viajaba en una ruta 400 presencié una disputa entre un hombre de unos cuarenta y tantos y una adolescente. La muchachita estaba atravesada en la puerta trasera, aunque no se bajaba en las paradas próximas, así que el hombre, al subir, la empujó sin compasión.

No hay razones para obstruir el paso a los pasajeros y es algo que se ha convertido en un mal hábito entre los jóvenes que viajan a la playa: se posesionan de la guagua como si fuese un vehículo privado.

Sin embargo, me asombró la agresividad con que reaccionó el hombre, teniendo en cuenta que aquella adolescente podía ser su hija. Pero la cosa se puso peor cuando intervino una joven que la acompañaba.

“Si ella fuera un hombre tú no le hablarías así”, le reprochaba.

El hombre arremetió también contra ella con una actitud que denotaba disposición a la violencia física. Todo ocurría al lado mío, y empecé a decirle a él: “¿Oiga, qué le pasa, no ve que está embarazada?” Ciego de ira, no reparaba en ese crucial detalle y la joven, igualmente fuera de sí, empezó a gritar: ¡No, la barriga es pinga…!, y no quiero imaginar lo que habría pasado si otro hombre no interviene tocando al primero por el brazo y diciéndole en tono cómplice: “Deja eso, deja eso”.

Era mi segunda sorpresa, porque minutos antes escuchaba a la joven conversar con la adolescente y decir: “Esto va pá fuera”, (refiriéndose a su embarazo), como si se tratase de un grano o una verruga.

Días atrás vi dos personas de la tercera edad discutir sin la menor compostura en una guagua e insultarse a la manera de dos chiquillos: Ay, vieja, tan fea que estás… fue uno de los “argumentos” que hizo correr la risa entre la multitud. Recordé aquello que me repetían en mi infancia acerca del respeto hacia los ancianos, el viejo concepto de que son “más sabios y venerables”.

Estando en la cola para acceder al servicio de Internet en el correo de Alamar, la conversación tocó el tema de las tarjetas de acceso a la red de redes, y una muchacha dijo saber “de primera mano” que de la fábrica salen 500 diarias, pero ninguna llega a la población porque las venden a los revendedores a 2.15 o 2.50. Por eso los clientes se ven forzados a pagarlas luego a 3 CUC. Y añadió enseguida: “A mí misma me perjudica, pero yo entiendo, porque todo el mundo tiene que luchar”.

Cómo hablarle de la importancia de no seguir devastando el pobre tejido social que nos sostiene. Minutos antes una mujer de la cola me comentó: “Qué ganas tengo de que la Internet sea libre, ¿te imaginas?, que uno pueda conectarse desde la casa, ¿por qué el gobierno no hace eso de una vez? Si al final uno lo va a pagar”. Le respondí: “Porque el gobierno no quiere que la gente entre en sitios donde pueda ver información que contradiga lo que ellos dicen”. ¿Cómo?, preguntó ella. “Sitios donde se pueda acceder a información política”. “¡Ah…”, dijo denotando que entendía. Y agregó: “Pero la gente no va a hacer eso, con lo caro que le va a costar, nadie está pa esa bobería”.

Me quedé pensando en que la “bobería” es la causa de que no tengamos conexión en nuestras casas, y mucho menos gratis o siquiera a un precio razonable. Pero cómo llegar a un punto tan sensible.

Estando en una cafetería, un anciano comentaba entusiasmado al dependiente y a varios clientes, que había bajado el precio de la leche, y añadió, con expresión de nostalgia: “Con lo que a mí me gusta tomarme en las mañanas un vaso de leche…” Luego le cambió la expresión al decir, con desaliento: “Lo malo es que el dinero está perdido”.

No pude evitar intervenir diciéndole: “Claro, señor, porque el problema básico siguen siendo los salarios. Para que algo cambie realmente, hay que aumentar los salarios”.

Mi comentario fue recibido con un silencio incómodo. Entonces recordé un cartel que vi hace tiempo en una cafetería: “Prohibido hablar de la cosa”, sentencia que se hizo recurrente por el temor de los cuentapropistas de que el descontento social que brotaba espontáneamente entre sus clientes, se convirtiera en un peligro para sus intereses.

El concepto de la sobrevivencia en Cuba sigue siendo una frase que escuché a un hombre refiriéndose a su negocio: “Ni me deja morir ni me deja vivir”.

Pero mientras haya un mar ancho adónde lanzarse, una casa que vender para pagar una salida ilegal, una manera de “desviar recursos” o, en el peor de los casos, una botella de ron, para qué hablar de  soluciones más profundas.

Después de todo, “esto no se hunde porque es de corcho”, así que sigamos con el baile y la sonrisa que son nuestro sello de exportación, y tan buen efecto causa a los turistas.

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