Ser cultos para no ser libres

Verónica Vega

Revolución. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES — Un reciente debate entre amigos revolvió un tema candente: ¿valió la pena la revolución cubana sólo por emprender una cruzada contra el analfabetismo, fundar escuelas y hospitales gratuitos?

¿Valió la pena la educación que masificó la “cultura”, omitiéndonos gran parte de la herencia nacional, universal, que nos dictaba (y dicta) qué pensar, y sobre todo qué decir?

Me encantaría poder afirmar que en la escuela, apenas tuvimos el entendimiento necesario, nos dijeron, y nos recalcaron que (no la revolución, sino el hecho de haber nacido en “el primer territorio libre de América”), nos concedía:

-El derecho a la vida, a la libertad, y a la seguridad de nuestra persona

-El derecho a circular libremente por el estado cubano y elegir nuestra residencia en cualquier lugar de ese estado

-A salir de nuestro o de cualquier país y regresar, sin ser privados arbitrariamente de nuestra nacionalidad

-El derecho a no ser sometidos a tratos inhumanos o degradantes

-O arbitrariamente detenidos, presos ni desterrados

-Ni objeto de ataques a nuestra honra o reputación…

-El derecho a la propiedad, individual y colectiva

-El derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión

-A la libertad de reunión y de asociación pacíficas

-El derecho a no ser molestado a causa de nuestras opiniones

-El de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión…

Pero sólo puedo atestiguar cómo nos repetían que debíamos ser buenos estudiantes, revolucionarios, leales y agradecidos a la patria socialista.

Aún tres décadas después, cuando mi hijo comenzaba su vida escolar, su escuela, como muchas otras en Alamar, fue reparada, y el colofón de todas, una vez pintadas, era un “¡Gracias, Fidel!”, estampado en grandes caracteres, en la fachada.

Ese ambiente de gratitud y comunitarismo forzado, de adjetivos fijos y consignas (a veces agresivas), de tácita paranoia, de verdades a medias o mentiras a toda voz, y críticas en susurros, fue el mundo de mi infancia.

Cuando en 2011 caminé frente a la editorial del periódico Le Monde, en París, sentí la tranquilidad y la libertad que no he sentido en mi natal Habana cada vez que paso frente a la editorial del Granma, donde custodios uniformados de verde olivo vigilan y controlan la entrada.

Que se puede llamar “cultura” lo que recibimos, es ampliamente cuestionable. Que valió la pena el conocimiento a cambio del derecho de cuestionar y exigir, también. El precio de la gratuidad y masividad fue un pueblo que puede leer y escribir pero es jurídicamente analfabeto, mayormente inconsciente de sus derechos civiles, masivamente temeroso de reclamarlos.

En lo personal, no puedo editar el mal para ver el bien. Pienso que la intención de una acción determina a la larga su resultado. El despertar, el arrancarnos la mordaza (a la luz pública o en la intimidad de nuestras casas), ha sido un proceso demasiado largo y doloroso, que ha vaciado el país.

Cuando converso con jóvenes universitarios, me sorprende cómo no sienten ninguna responsabilidad con Cuba. Entrenados en la doble moral, saben justificar su apatía con sofisticados argumentos que apenas encubren su indolencia por la sociedad en que viven, pero con la que no se identifican. La máxima es sacar a las opciones aún disponibles de educación el mayor provecho, pero para ejercer en el extranjero. Muchos de los que eligieron carreras como la medicina, (con o sin vocación), tienen la aspiración de salir en una misión internacionalista y desertar.

Ellos, como las generaciones precedentes, que de esa educación recibida se profesionalizaron en las reglas de la supervivencia, si algo aprendieron muy bien, es que en esa cultura y salud que se nos dio y se nos da aún gratis, la palabra libertad es una de las que más cuesta.

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