Quedarse en Cuba

El Hotel Saratoga

Por Verónica Vega

HAVANA TIMES – Una conocida reciente me escribe por WhatsApp: “Mi mejor amiga me escribió desde México, como si nada, para decirme que emigró”.

Quisiera mostrarme sorprendida pero no puedo. Yo misma he perdido la cuenta de los amigos que se han ido sin despedirse. El estupor y el dolor fueron cediendo a una especie de anestesia, de coraza. Supongo que debo agradecer si al menos me avisan al llegar al otro lado.

He vivido traiciones de personas queridas que desaparecieron de mi campo visual, sin dejar rastro. La justificación de que no lo hicieron en la compulsión de los trámites, de la partida, la ilusión de que me contactarían después se perdió en el silencio definitivo.

Esta misma persona me había comentado hace unos días: “Si esto no cambia, me voy”.

Entonces le mandé varios audios describiendo lo que sentí cuando visité su apartamento, decorado con sus propias pinturas. Reviví ese ambiente artístico que me era tan familiar, en los 90, cuando Alamar, este reparto lleno de “edificios feos como decretos”, (al decir del poeta Ángel Escobar), bullía con una efervescencia artística genuina, que ya no existe.

Le conté de las peñas en la enorme Casa de la Cultura, de lo que implica respirar este aire proveniente del mar (el mismo que te golpea en la cara si vienes de Centro Habana, en cuanto el vehículo sale del túnel). Le hablé de lo que significa para mí la zona donde está su edificio, a dos cuadras vivía mi familia, cada vez más desmembrada por el exilio.

Le dije: “aquella tarde, en tu casa, creí recuperar un mundo que creía desaparecido”.

Por su respuesta noté que no había escuchado mis audios. Seguimos chateando sobre la tragedia en el hotel Saratoga, y de otras explosiones recientes en la Habana. Mis audios fueron quedando atrás, arrasados por nuevas formas de estupor y de zozobra.

Después de todo, a quién le importa lo que Alamar fue hace décadas, si estamos presenciando una desintegración continua y uno mismo no sabe en qué lugar ubicarse para no ser barrido por el desastre. Con lo del Saratoga parece haberse acelerado el proceso de destrucción, y hasta se ha estropeado completamente la vista de postal alrededor del Capitolio, que fotografié tantas veces.

A quién le importa lo que parecía fijo, indestructible. Qué valor tiene lo que sigue arraigado en la memoria solo por la irracionalidad de las emociones y la edulcoración de la nostalgia.

Entra una llamada y es la esposa de mi papá. Con su inglés americano, su correcta dicción, me repite: “Piénsalo bien, sería tan lindo estar juntos, tú misma estuviste aquí y te gustó Nueva York. Sabes que los tres tendrían mayor calidad de vida”.

Su voz me produce un efecto extraño. Como si la realidad tangible empezara a disolverse, y la alternativa de esa existencia “otra”, empezara a mezclar el “aquí” y el “allí”. Y no sé por qué me acuerdo de mi abuelo materno comentando: “Antes (de 1959), yo iba a almorzar a un restaurante en Miami, y regresaba el mismo día”.

Cómo es posible alterar la geografía. Cómo la política puede ensanchar la distancia entre dos países.

La voz de mi padre entra ahora y me hace reaccionar. Pregunta con una voz cansada: “¿Crees que volveremos a vernos?”. Le digo: “Sí, por supuesto que sí”. Aunque es una reacción del instinto.

He aprendido a no creer en lo que veo sino en la vida que palpita debajo, como la semilla en el vientre de la tierra. Me aferro a la experiencia. A la lógica. Todo lo que está enfermo, o se cura o se muere.

Algunos agradecen mi optimismo. Otros me califican de ingenua y responden con una avalancha de pesimismo y resentimiento. Como si les molestara volver a creer, a ilusionarse. El escepticismo se convierte en la convicción morbosa de que estamos malditos.

Un amigo me dice: “los que se fueron, si no han encontrado la felicidad soñada, critican ferozmente a Cuba y niegan la posibilidad de cualquier cambio. A veces creo que necesitan invalidar todo lo que vivieron, lo que vivimos quienes no nos hemos ido, y dejar claro que lo razonable es irse”.

¿Es tan difícil aceptar el hecho de que cada uno traza su propia ruta? ¿Por qué un camino tiene que invalidar a otros? ¿Por qué reproducimos la misma falta de opciones, la misma intolerancia padecida por 63 años?

Entra otra llamada y es mi hermana para decirme que su hija (mi sobrina), ya recibió la cita de la embajada y ahora está triste porque sabe que el momento de irse está cerca. Esa tristeza de tener que abandonar lo que no quieres. Esa impotencia de no poder mezclar el “aquí” y el “allá”.

Me sorprendo diciéndole a mi hermana: “Es mejor que tu hija se vaya, tu nieta no tiene futuro aquí”. Me preparo mentalmente para las nuevas ausencias, me repito que todo se mueve, todo cambia, y casi nada es como lo imaginamos desde nuestra petulante juventud.

Cuba se parece cada vez más a un gran aeropuerto. Tal vez eso no está mal. Tal vez sea una tierra especial destinada a aportarnos la experiencia de que todo es efímero. A fin de cuentas, ¿no somos “polvo en el viento…”?

Camino por el Vedado, esa porción de la Habana anclada a mi subconsciente con una fuerza visceral. Hago fotos de las calles que recorrí siendo niña, de la escuela primaria, de las flores de coralillo esparcidas sobre una cerca, en un rosado intenso y único.

Recorro cuadras y cuadras hasta cansarme, me detengo, busco una islita de sombra y le escribo por WhatsApp a mi amiga Irina Pino, colega de Havana Times.

Me acuerdo de cada vez que nos encontramos, en el Vedado, de esa alegría punzante al abrazarla, como si se rearmaran los fragmentos de un país entero, de una vida entera.  Le digo “no sabes lo que significa que estés aquí”. (Algo del pasado, pero aún tangible. Algo que no amenaza con disolverse).  No sé cómo lo consigue, pero la siento intacta. Como cuando nos conocimos en la Torre de Letras, esa tertulia que también desapareció.

Me pregunto si yo también he podido conseguirlo, mantenerme a salvo en este proceso de reinvención continua, si he podido preservar eso que llaman “identidad”. 

Es curioso que quedarse en Cuba se haya convertido en algo tan parecido al exilio. 

Lea más del diario de Veronica Vega aquí.

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