Mi encuentro con las dos Cubas

Por Veronica Vega

HAVANA TIMES – Antes de la presente fase restrictiva por causa del covid-19, que prohíbe salir de los municipios, pude alquilar un taxi y visitar a mi hermana que vive en el Cotorro, y me había conseguido arroz.

Yo estaba preparada para el largo viaje que implica tomar tres guaguas, un trayecto disfrutable solo por la abundancia de vegetación, pero que, entre ida, estancia y vuelta, me lleva prácticamente el día entero.

Me sorprendió tanto descubrir que el recorrido ¡nos llevó quince minutos! Claro, 20 CUC nos costó el privilegio de un viaje directo, en el que mi esposo y yo éramos los únicos pasajeros.

Ya de regreso, no podía evitar una amarga sensación de estafa. Pensaba en los años en que mi mamá aún vivía. También en las muchas veces que hubiera querido recorrer esa misma distancia entre Alamar y el Cotorro, solo para besarla, pues presentía que no estaría mucho más tiempo en este mundo. Pero renunciaba justo por esa distancia real, y sin embargo, falsa. Porque jamás dispuse de un carro para cubrir la longitud exacta que se calcula en un mapa y se transita con libertad.

La libertad desconocida por la inmensa mayoría de los cubanos. Quienes repletamos los estropeados autobuses que recorren la capital. Quienes tuvimos que recurrir al “camello”, ese macabro invento que convirtió a enormes camiones, atiborrados de gente, en la única opción rentable para desplazarse por la ciudad.

Ahora, como si hubiera despertado de un largo sueño, miro a los vecinos que tienen carro, y pienso con envidia en la velocidad con que transcurren sus vidas.

Recuerdo que mi abuelo materno tenía un auto. Mi madre contaba cómo iba con sus padres y sus hermanos, los domingos, “de picnic”. Cómo olvidar el abatimiento con que nos decía: “Me da pena con ustedes” (sus hijas), “que no han conocido nada”.

El sueño del empresario Henry Ford en el siglo pasado, de que un obrero común posea un auto propio, no es un hecho en la Cuba del 2020. Imposible de pagar al cash, ni siquiera a crédito.

Para rematar, no hay metros que atraviesen las ciudades, ni tranvías, mucho menos ubers. Ni bicicletas rentables en cualquier plaza, como se ve en el mundo civilizado. Tampoco pueden comprarse, a precios asequibles, en mercados estatales.

Un camello rosado.

Ahora recuerdo que esta sensación de un país dual, la sentí por primera vez hace casi tres décadas.

Una noche del 92, yo estaba en el Vedado, desesperada por regresar a Alamar. La multitud que colmaba la parada, harta de esperar la guagua por más de una hora, se había desparramado por la calle G. Muchos habían terminado tendiéndose completamente sobre el césped. No sé si miraban las estrellas. No sé si el pensamiento fijo en sus mentes era “resignación”.

Únicamente recuerdo que sentí pánico. Esa sensación claustrofóbica de que mi destino estaba regido por fuerzas ajenas (no un Dios, sino la administración de un gobierno), a quien mi pequeña existencia no le importaba nada.

Instintivamente caminé hacia la calle 23. Me paré en la esquina y, sin pensar, saqué la mano a un auto que estaba parado en el semáforo. El conductor me indicó que subiera.

Subí, cambió la luz y arrancó el vehículo, que pertenecía al sector del Turismo. El chofer, jovial y conversador como la mayoría de los cubanos, contó que venía del hotel Comodoro. En sus palabras (tanto como en el hecho de dejar atrás un mundo paralizado) percibí ese otro país. Otro paralelo a las paradas llenas y a los sabores repetidos, a los rictus de amargura y a esos tonos casi sin color con que la depresión nos presenta la realidad.

Había otra Cuba, donde la experiencia permanente no eran solo “espera” y “sacrificio”. Un país donde existir no consiste en desgastarse hasta el punto de que se emboten los sueños, en esa sustancia agria de la sobrevivencia. Una Cuba con opciones, soluciones. Un país en movimiento.

Ahora esta diferencia es más que evidente, con las ofertas de transporte para turistas, tanto del sector estatal como privado.

Es la otra Isla que los nativos pueden conocer solo después de renunciar a ella, y regresar, invocando una doble ciudadanía. Otros acceden por caminos misteriosos, que involucran oscuros silencios y lealtades. Exclusivamente por esa porción de población, la disfuncionalidad general y hasta la parálisis, se justifican y se sostienen.

Nosotros, la abrumadora mayoría, que ignoramos de recorridos directos, sin paradas, tenemos como consuelo la presente crisis (pandemia y segundo confinamiento), para, con cero transporte público e incluso toque de queda, llegar a extrañar hasta las guaguas llenas, y esa autonomía mínima de salir del municipio, y volver a casa, aunque nos lleve el día entero.

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