Lo que no esperamos

Verónica Vega

Olver de vendedor en el performance Pan con poeta

HAVANA TIMES — Había comenzado un post comentando el de Irina Pino La muerte de mi padre. Pretendía hablar de la brutal indolencia en los hospitales en Cuba, (que además debe considerarse un servicio) al procesar a un fallecido.

Pero me llegó la noticia de la muerte de un amigo, alguien tan joven y saludable, tan en la plenitud de su vida que el tema de la burocracia post mortem fue reemplazada por el estupor, y la peor brutal aceptación de que este viaje puede llegar de repente, y al que uno menos imagina.

Los estándares que establecemos basados en la naturaleza del cuerpo y la lógica de la rotación de las generaciones, son quebrados de golpe por accidentes o causas diversas, inesperadas, que echan por tierra nuestra perspectiva respecto a lo que debe ser la existencia.

Conocí a Olver cuando yo compartía con el proyecto multidisciplinario OMNI-ZONAFRANCA, en un taller de la Casa de Cultura, en Alamar, la experiencia de la creación artística.

Él era un joven alegre y carismático que provenía del deporte y vivía en el arte la aventura de expresar inquietudes sociales, filosóficas, que había encontrado una manera de canalizar sus opiniones sobre la realidad de la Isla, y sus propuestas de transformación.

Iba en ocasiones a mi casa para escribir desde mi computadora largos emails a su novia sueca. Se llevaba admirablemente con mi hijo, alguna vez fue a recogerlo a la escuela.

Tiempo después emigró a Suecia, donde se adaptó muy bien; se casó, tuvo dos niños. La muerte lo sorprendió en su casa por medio de un infarto masivo, recién llegado de la universidad, ese lugar donde las personas se preparan para asegurar “su futuro” y el de su descendencia.

De haber tenido un atisbo del verdadero destino, Olver habría consagrado ese tiempo dedicado a los estudios, con toda intensidad, a sus seres más queridos: su esposa, su niña de seis años a la que acunaba cada noche, su niño de cuatro, su madre, que ahora en Cuba procesa el absurdo de haber perdido a su hijo único. Habría intentado preparase para el viaje definitivo y a ellos, para su ausencia.

Olver a la izquierda, con púlover negro, con OMNI-ZONAFRANCA en la Casa de la Poesía

“Su mamá está destruida”, me dijo una amiga común, “no hacía ni un mes que vino de Suecia y lo dejó tan bien…” Luego se quedó pensativa y añadió: “La gente anda corriendo y acumulando cosas, y no saben que lo único seguro es este ahora, este momento presente”.

Que no nos preparan para la vida real en la escuela y en las universidades, queda claro cuando enfrentamos los primeros dolores para los que ni nuestros padres tienen respuesta. El desamor, la soledad, tantas  contradicciones y pérdidas.

Siempre que me hablan de que alguien “partió”, pienso en que nadie se va a voluntad, sino que es arrancado y muchas veces, con violencia.

Deseo de todo corazón que Olver, en su viaje invisible e improrrogable, pueda encontrar la fuerza suficiente para desapegarse de todo lo que deja atrás, adentrarse en el Misterio en paz, y transmitirla a los que no tuvieron ni tiempo de despedirlo.

El fracaso de la civilización se expresa en estas sorpresas para las que el caudal cognitivo de la humanidad no puede aportar soluciones, y ni siquiera explicación.

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