Hacer la diferencia

Verónica Vega

Jean Dandelion

HAVANA TIMES – Por estos días tengo un huésped especial.

Su dueña la nombró Princesa, sin embargo, vive prácticamente en la calle.

Su belleza y carisma han sufrido los embates del tiempo, el acoso de los machos, los partos reiterativos. Sus camadas sufren los peligros de estar a la intemperie, el maltrato de los niños, parásitos, desnutrición…

Encontré a una cría suya convulsionando en un jardín. Ni siquiera la veterinaria que lo atendió apostaba por su vida, pero se salvó. Lo llamé Jean Dandelion, porque era suave como la flor silvestre Diente de León. Suave su pelaje y su mirada tranquila, su receptividad al afecto.

Vivió junto a mí dos años, hasta que se le manifestaron secuelas del daño neurológico por aquellas convulsiones. A pesar de mi terror instintivo a la pérdida, a la ausencia, pedí que se fuera antes de quedar discapacitado. Y así ocurrió, el pasado diciembre.

El veleidoso destino ahora me ha traído a su madre, Princesa, a quien su dueña me autorizó, por fin, someter a una histerectomía.

Mientras recorre mi casa con su paso suave, tranquilo, me recuerda mucho a Jean Dandelion. Sé que cuando la devuelva a su sitio, enfrentaré un adiós doble.

Y me invaden sentimientos contrapuestos: la alegría de saber que la esterilidad protegerá su vida, la tristeza de que se ha cercenado esa impronta, esa suavidad extraña, irrepetible de su pelaje de espuma, de su mirada extraordinariamente serena. Esa seguridad felina que tanto seduce, esa autonomía y distancia que serán siempre un misterio para los humanos.

Acostumbrada a seguir su voluntad, en mi apartamento se siente cautiva. Le pedí a la dueña que viniese a verla, que la cirugía sufrida, más el nuevo entorno, pueden ser una experiencia demasiado violenta. Pareció comprender, pero no ha venido.

En los siete días de cuidados postoperatorios, Princesa no puede estar en la tierra, trepar, corretear… Husmea ansiosa las puertas, sintiendo que tras ellas está la calle, el mundo.

Princesa

Me da pena cuando se asoma al balcón y ve la vertical enorme que la separa de la libertad. Me da pena que no tenga siquiera el alivio de ver a su dueña (una calificación dudosa con respecto a un ser vivo y, mucho más, aplicada a un felino. Más dudosa aun teniendo en cuenta la irresponsabilidad que ha padecido).

La acaricio y reacciona bajo mis dedos, exactamente como reaccionaba Jean Dandelion. Y me cuestiono el pobre resguardo que podemos dar a estos seres que una vez arrancamos de su hábitat salvaje para traerlos a estas ciudades sucias, a estos laberintos de hormigón donde la única garantía estable son la indiferencia o la crueldad.

Y me consuela ser parte de esta (todavía) mínima diferencia: los cubanos que nos negamos a asumir la impotencia como única alternativa.

Los que luchamos porque los animales nacidos en esta isla tengan una ley que los proteja de aberraciones como el zoosadismo.

Los que queremos impulsar un cambio que convierta a Cuba en un lugar menos inhóspito para todos, incluyendo las criaturas que dependen de nosotros y expresan el afecto en las infinitas y convincentes formas anteriores a la palabra.

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