Existir o no en Cuba

Verónica Vega

Foto: Frank E. Carranza

HAVANA TIMES – Un amigo que se va, nos cita a mi esposo y a mí en el museo de Bellas Artes como despedida. Frente a la entrada, de enormes vidrios calovares, lo que debía ser un abrazo se convierte en un saludo inesperado: “Fuera de La Habana nadie sabe qué es el 349 ni quieren saberlo. Pa’ que sepan en lo que están metidos”.

Algo desconcertada, elijo sonreír, No sé si es reflejo condicionado o defensa. No espero tener que defenderme.

Ya en la cafetería, nos cuenta de su último encuentro con la Seguridad del Estado. Involuntario, por supuesto. Del temor a perder su inminente viaje. Por suerte todo salió bien, por lo que les explicó a los agentes, o precisamente por lo que no les dijo.

No es un amigo de décadas, ni de convivir agonías. Pero hemos compartido (y practicado) el sueño de realizar proyectos artísticos, de defender el arte alternativo, el derecho a defender a minorías discriminadas, a expresar lo que nos parece injusto.

Hemos compartido el sueño de vivir un cambio en Cuba. De crear la sociedad que queremos, de no tener que emigrar.

Roza con el dedo la pantalla del celular: pasa fotos de la exposición de una amiga, en el interior del país. Habla de la importancia de acercarse a los funcionarios que tienen el verdadero poder. No solo de permitir o no una exposición, sino de comprar una obra. Hay que darles vueltas, invitarlos a un trago, insistir.

De pronto dice:

“Ya he hablado demasiado de mí, ahora cuéntenme ustedes”.

Sugiero a mi esposo que hable de su cita con la Seguridad del Estado. Me dice desganado:

“Mejor cuéntale tú, también estuviste”.

Empiezo a hablar de la “entrevista”, en la estación policial  de la Habana Vieja.

Nuestro amigo se reclina hacia atrás en su silla. Asiente como quien se dispone a escuchar. Voltea la vista hacia los cristales, por donde se ve la calle, los autos, la gente que pasa. Viejos, jóvenes, muchachas bonitas…

No sé si vale la pena seguir hablando. No sé si vale la pena intentar captar su atención.

¿Con detalles escalofriantes? No los hubo. De pronto interviene para volver a hablar de su “entrevista”.

Siento que cada oración mía es como un empujón. Tengo que esforzarme por insertarla. Miro a mi esposo y entiendo la expresión en su cara. Una mezcla de cansancio y tristeza.

El amigo nos dice: “Pidan lo que quieran”.

Oh sí, un helado, un refresco, un café expreso.

Degustando su trago, roza con el dedo la pantalla del celular: pasa fotos y fotos y fotos de su reciente viaje: calles, iglesias, museos… de Holanda, de Alemania.

“Esta gente lo inventaron todo”, dice con admiración, alternando las imágenes de su estancia en Berlín.

“Sí, también inventaron el fascismo”.

Me doy cuenta de que la frase se me escapó, como una especie de tos.

Saca una increíble pieza de museo comprada en 8 euros: un pedacito del muro de Berlín.

El muro que allá se derribó y aquí se compactó; el muro que se cierne en silencio, alrededor de la Isla, dentro de las instituciones y de las casas, a la intemperie y dentro de cada cubano. 

No sé cómo caemos en el tema del 349. Por un momento mi esposo y yo nos animamos. Queremos transmitirle momentos de alegría, de pequeños triunfos.

Otra vez hay que empujar cada frase. Otra vez el cansancio.

“Yo no puedo meterme en eso, ustedes entienden, ¿no?”

“Claro que sí”, decimos al unísono.

Foto: Felina María Pupo

Queremos decir que cada cual tiene su tiempo. Que cada cual es libre de hacer o no hacer. Que eso no determina el valor de una amistad.

 “Yo no aspiro a cambiar el Gobierno –le digo–, solo…”

“¿Pero ellos lo saben?” –me interrumpe.

El resto lo formulo en mi pensamiento. “No sé si lo saben, solo sé que hay demasiadas cosas que están mal. Cosas que tú también sabes… Y claro que habría que cambiar al Gobierno. No tanto a las personas, sino a los conceptos. Lo jodido es que esas personas no cambiarán el concepto. Rehúsan cambiar  todo lo que ha destruido y aún destruye nuestro país.”

“No tiene sentido luchar contra ellos, –sentencia– esa gente tiene tremendo poder”.

Abre la laptop y nos muestra imágenes del ultrasonido de su bebé nonato.

Una idea bulle en círculos, en mi cabeza.

“¿Y quién les da ese poder?”, pregunto.

Las imágenes son puntos en movimiento. El embrión al abrigo en el vientre cálido, seguro.

“No me has respondido, –insisto–, “¿quién les da ese poder?”

Los puntos en movimiento forman a una niña.

“Nacerá en marzo”, dice entusiasmado.

Hija de una europea y un cubano. Nacerá en un país con casas confortables y libre acceso a Internet. Con transporte eficiente. Con calles impecables donde no transitan animales enfermos, víctimas del maltrato. Un país donde los semáforos emiten sonidos para guiar a los ciegos a cruzar la calle. Donde los ancianos tienen pensiones que no son “simbólicas”.

Una sociedad con democracia, sin política cultural. Por supuesto, sin 349.

“Tienes que pactar con ellos, o si no, no existes” –dice, mientras cierra su laptop y paga la cuenta.

Antes de salir, me dirijo al baño. Me siento mareada, confundida. Triste.

Al atravesar el patio iluminado por el sol a través del techo acristalado, veo una instalación plástica del otro lado y una frase de Martí en grandes caracteres:

“Un principio justo, desde el fondo de una cueva, es más poderoso que un ejército”.

Respiro hondo. Siento un torrente de energía, de alivio. Qué pena que no tengo una cámara para hacerle una foto.   

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