El mundo desde el cielo

Por Verónica Vega

Antoine de Saint-Exupéry. Foto: wikipedia.org

HAVANA TIMES — Cada vez que veo las luces de un avión atravesar la noche, me imagino que ahí va Antoine de Saint Exupéry, mirando este viejo mundo y reflexionando en lo poco que ha cambiado la humanidad desde que su cuerpo desapareció para el universo tangible. Tal como desapareció Fabien, el piloto de su novela “Vuelo Nocturno”.

No muerte sino ausencia relativa, pues es imposible llevar “un cuerpo tan pesado…”, exactamente como expresó el Principito.

Un día como hoy, que no importa particularmente a Cuba y con suerte lo mencionarán en las efemérides de la televisión, nació  el autor de este clásico de la literatura que, dedicado a los niños, es mucho más leído y citado por adultos.

El pequeño príncipe o ángel, quién sabe, sueño o alucinación que vio el escritor durante una estancia forzosa en el desierto de Sahara donde agonizaba por deshidratación junto a su compañero de avión, le enseñó a él y a varias generaciones en todo el mundo sobre la responsabilidad del amor, el dolor que genera el apego y la libertad (dificilísima) que sigue al hecho de desasir, soltar, abrir los dedos.

A ver con “ojos invisibles”, a ganar la intemporalidad del amor que intentan describir muchas religiones.

Exupéry, pionero de la aviación en tiempos en que la humanidad fluctuaba entre delirios y espasmos (1900-1944), tuvo la altura del cielo para observar a los hombres, por eso su mirada es tierna incluso cuando describe sus vilezas y mezquindades.

Cuando visité en el 2011 Lyon, Francía, su ciudad natal, me sorprendí mucho al enterarme de que no existía ninguna casa museo a su nombre.

Antoine de Saint Exupéry y su Principito. Foto: http://lapuertadelarcoiris.ning.com

A los 43 años de una vida intensa, plagada de accidentes aéreos y fracturas, un 31 de julio partió de Córcega en un vuelo de reconocimiento. Su avión, un P-38 Lightning, no regresó. Por muchos años el enigma de su desaparición parecía repetir el del Principito, a quien la mordida de una serpiente ayudó a partir de la Tierra. “Sé bien que regresó a su planeta –escribió Exupéry– porque, al levantar el día, no encontré su cuerpo”.

La leyenda empezó a tomar visos de realidad cruda en 1998, cuando un pescador, a orillas de la costa de Marsella halló una pulsera con el nombre del escritor y su esposa, Consuelo Suncín, y sus editores, Reynal y Hitchcock, enganchada a una pieza de tela, probablemente de su traje de vuelo.

En el año 2000, el buzo Luc Vanrell encontró un P-38 Lightning en el fondo del mar, frente a las costas de Marsella, cerca de donde se encontró el brazalete. Los restos del avión fueron recuperados en octubre del 2003.

Y en marzo del 2008 Horst Rippert, ex-piloto alemán, afirmó al periódico La Provence que él había derribado un P-38 Lightning justo el 31 de julio de 1944. El avión, con el emblema de Francia, se estrelló en el mar. Confesándose arrepentido por el hecho, Rippert dijo ignorar que su tripulante era el gran escritor, a quien él también admiraba.

Esto debería bastarnos para quebrar el misterio de la intangibilidad, para confirmar que hay siempre un momento de horror antes de soltar, desasir, romper el imán de la gravedad y la burda corruptibilidad del cuerpo. Para asegurar que la inmensidad del cielo no es refugio y que las estrellas son sólo esferas de plasma sin otro prodigio que el equilibrio hidrostático y JAMÁS serán cascabeles ni lágrimas.

Pero las estelas de luz sobreviven al objeto que las produce. Sobreviven a su ausencia. Como la memoria, se proyectan desde el misterio hacia el misterio, y nos traspasan.

Cuando veo las luces de un avión atravesar la noche, me pregunto si ahí va Antoine de Saint Exupéry, quien fingió morir para poder escapar de este mundo de “personas mayores…”

Y ahora vive, no en el asteroide número 2578 descubierto en 1975 y al que como homenaje le pusieron su nombre, sino en el número B 612, el planeta del pequeño Príncipe. Donde es posible ver cuarenta y cuatro puestas de sol seguidas y sus habitantes se preocupan de verdad porque las ovejas no se coman las flores.

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