El desmembramiento a lo cubano

Verónica Vega

Los que ahora se van.

HAVANA TIMES — Mi sobrina se va. En unos días emigrará con su esposo y sus dos niños para Estados Unidos.

Como tantos amigos y familiares que he visto en el momento decisivo, está desesperada por dar el gran salto. Con la visa en la mano, saca pasaje para el día más cercano posible.

¿Por qué esa ansiedad si es un hecho su partida?, me pregunto, ¿por qué, si lo que le queda en Cuba no es nada comparado con el tiempo que vivirá fuera de ella?

Quién sabe qué puede pasar con el cambio de presidente, -me dice-, esta gente puede malograrlo todo (con un desacuerdo político).

Y yo solo pienso en mi hermana mayor, madre soltera que se separa de su hija única. La próxima semana el espacio se le sesgará en dos, las vivencias compartidas aquí quedarán definitivamente rezagadas, como los cuerpos que la muerte nos obliga a dejar en los osarios.

Las visas Parole están para 2030, la opción más viable para ella es esperar la reclamación, cuando mi sobrina obtenga su residencia.

Solo Dios sabe el tiempo que pasará asechando las fechas, el timbre del teléfono, escrutando cambios de voz, de acento, observando la transformación de los cuerpos queridos en las fotos, sacudida por las oleadas de acontecimientos y emociones. Los nietos, gemelos de 4 años, desplazarán con el inglés el español que apenas están descubriendo.

Foto tomada en junio de 1968 antes de la salida de mi padre.

Mientras, mi sobrina corre, ultima trámites, reparte modestas pertenencias. Y viendo su impaciencia recuerdo a una amiga, que también a punto de ver desaparecer desde el aire las míticas 90 millas, sentía interminables los pocos días que le quedaban en la Isla. Todo le parecía sucio, mediocre, inaceptable. Le dije: “No lo estás viendo como es. Estos son tus últimos momentos en Cuba, recuérdalo. Despídete de cada persona, de cada cosa, porque nos lo volverás a ver (si acaso) en muchos años”.

Pero también entiendo esa desesperación, hecha de mucho más que superchería, egoísmo o ingenuidad. Las razones se amontonan junto con la larga espera cargada de incertidumbre. Junto a la confirmación de que no hay futuro en este país, temor de que la maldición geográfica se perpetúe si no se aprovecha el golpe de suerte.

La compulsión por partir ayuda a enfrentar el cambio y lo que vendrá después: el doloroso proceso de adaptación. Si “aquí lo que hay es que irse”, como oigo una y otra vez a mi alrededor desde que tengo conciencia, ¿para qué demorarlo?

Yo, que con dos años vi partir a mi padre (y aunque no lo recuerdo, el dolor de mi madre se enquistó en mí en la forma de una tristeza fija asociada a las playas), que he dado tantos abrazos de despedida: a mi única prima materna, mi única tía, mi hermana menor y su niña, amigos, exparejas… conozco la sensación también acumulativa que forma esa mixtura amargamente indefinible del tiempo y la distancia.

Después de todo, ahora es un poco menos traumático, porque hay telefonía celular, Internet, y es posible chatear mirando en una pantalla (por diminuta que sea) el rostro que se extraña. Mi generación vivió el exilio del denso silencio que solo rompían las cartas y postales que demoraban un mes (a veces hasta se extraviaban), los fríos y lacónicos telegramas, y alguna vez en años una llamada desde cabinas estatales, con una conexión oscilante y el desconcierto ante una voz metálica, irreconocible, que atravesaba abismos de la memoria.

Hemorragia. Ilustración por Yasser Castellanos

Con estos argumentos enfrento el frágil equilibrio emocional de mi hermana, le doy ánimos, aunque por dentro imagino cómo sería si fuera mi único hijo quien se va, y siento el derrumbe, la caída recta, en vertical, tal como la experimentó mi madre que se marchitó esperando y no conoció a su último nieto.

Mi padre nunca volvió a pisar esta tierra, tampoco el resto de mi familia paterna. Las cartas y llamadas terminaron extinguiéndose. Mi hermana menor vino una sola vez en 16 años; mi tía, hace unos meses, tras una década de ausencia.

Las promesas y los sueños se han debilitado en el tiempo, y en las visas de no inmigrante denegadas una y otra vez. Como si el mundo “de allá” fuera el único espacio sólido, emigrar sigue siendo la opción más segura para los reencuentros.

Así que, no por superchería, sino por la objetiva (y acumulativa) experiencia de la pérdida, me consuelo con el razonamiento lóbrego de que, al menos, mi madre no está aquí para sufrir otro tajazo a los elásticos nexos del cariño.

Trato de asimilar la idea de que no volveré a ver a mi sobrina ni la mutación de esos niños que ahora ríen, me besan… y me van a olvidar en el futuro que ya empieza. Porque en este mundo dialéctico, lo visible y palpable desplaza inexorablemente a los ausentes.

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