De la Habana a Miami

Verónica Vega

Frente a una cafeteria donde probe el chocolate milkshake americano

HAVANA TIMES – La distancia que separa la capital cubana de la Florida, es una ruta fantasma. Está plagada de sueños y pesadillas. De idealismos y de muertos.

Miami es el reflejo invertido de la Habana, la ciudad titilante pero oculta tras el horizonte, que antes de 1959 era estación de paso, o de paseo, asequible en 45 minutos de vuelo.

Siempre dije que una parte de mí se fue por el Mariel, cuando mis hermanas y yo esperábamos el barco que creíamos enviaría mi padre para rescatarnos de la estampida en 1980.

Mi madre nos advertía que no podíamos comentarlo a nadie, era peligroso. Nuestros vecinos o colegas de estudio podían volverse enemigos de un momento a otro, hacer estallar huevos contra nuestra puerta. Arrastrarnos por la calle, entre gritos, y quizás, golpes.

Recorriendo la barriada, impresionante el cielo de Miami

Con tres visas denegadas, por invitación familiar, y tres décadas, las míticas 90 millas pasaron a ser la barrera contra la certeza, contra la consanguinidad con la tierra adonde mis parientes y amigos se fueron, se van, aspiran a irse. Mi otro yo (errante, marielito), nunca dejó de traerme las luces de una ciudad imponente, con carteles en inglés y voces en español. Con aromas a limpio, a nuevo, que un flashazo súbito volvía por un segundo real, casi tangible.

Cuando subí el pasado 13 de abril al avión de American Lines que por fin atravesaría la ruta Habana-Miami, la estampida brutal estaba en mi pecho, en mis manos que tomaban nota en un papel, mientras atisbaba sobre el hombro de mi compañera de viaje el círculo de la ventanilla, y mi estómago percibía la carrera en la pista, el salto al vacío… la ciudad desgastada por promesas burladas, enseguida la costa, el borde de un país, y esa extensión de mar que ha causado tanto sufrimiento fue quedando atrás, más y más abajo, disolviéndose en la inconsistencia del cielo. En la simplicidad de un hecho.

Ay, los mercados!

Sí, estoy en Miami… -me decía al descender del avión en un estupor que aún no podía ser júbilo, mientras seguía a la multitud de pasajeros en el enorme aeropuerto, y me asombraba de que el chequeo de acceso se hiciera a través de una máquina donde hice mi declaración aduanal, me hizo una foto y sacó un comprobante que entregué a otra empleada que tampoco me observó con suspicacia.

Corrí con el flujo de la heterogénea multitud, asombrada de que nadie me detuviera, ni siquiera el empleado de emigración, que miró mi visa e hizo un amable gesto con la mano de “adelante”.

Mi tía me esperaba afuera, con su figura diligente y frágil. Cuando nos abrazamos, ninguna de las dos lloró porque ya habíamos llorado durante la espera, yo en el avión, ella examinando la pizarra de información y la puerta de entrada.

Un juguete de perros para morder, con la bandera

En el trayecto a su casa, mientras manejaba su yerno que solo conocía por fotos (me despedí de mi prima a fines de los 80), no dejaba de sentir que estaba en Cuba y que no me dirigía al pasado, ni a esa tierra de niebla y angustia que nunca llegó a ver mi madre, mientras asechaba angustiosamente al cartero y las cartas y postales de mi padre. Ni años después, asechando el timbre del teléfono y la voz de mi hermana o sus fotos, en mi buzón del correo electrónico. 

Sentía que había llegado a esa tierra tan próxima, parte de nuestra propia geografía, que comparte un clima, un idioma, una historia, una cultura, y cuya impresionante prosperidad nos concierne.

Una extraña extensión de nuestra Isla que pudo crecer sin traumas ni confrontaciones absurdas. Sin tanto dolor acumulado en ese espacio de agua salvable en menos de una hora de vuelo.

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