Cruzar la línea

Verónica Vega

Juan Carlos Flores en primer plano. Poesía sin fin 2006.

HAVANA TIMES — El jueves 15 de septiembre, el mar que golpea la “playa de los rusos” en Alamar dispersó las cenizas del poeta Juan Carlos Flores.

Los amigos que intentamos homenajearlo recorriendo a pie el mismo itinerario que él solía hacer hasta la costa, al pisar los peldaños que nos separaban de las olas, nos replegamos en un silencio espontáneo. Ningún sonido superaba al del agua, ese milenario vaivén que intenta advertirnos de que esta vida-sueño que tanto nos hipnotiza, tiene fecha de caducidad programada.

Juanka ni siquiera pudo esperar hasta el término prescrito por decreto natural. Se ahorcó en el balcón de su apartamento, después de traer del mercado el mísero pan diario, su última cuota de supervivencia.

El suicidio es común en los esquizofrénicos, me dicen, como si no hubiera mucho margen para la sorpresa. Pero me sorprendo y me resisto, porque una muerte elegida es siempre una interrupción, una claudicación, y Juanka era lo bastante orgulloso para no aspirar a menos que a la victoria íntegra.

Si cedió en un acto calculado al punto de poner trastos tras la puerta para que no lo estorbaran al cruzar esa línea peligrosamente próxima, fue por extenuación, y aun así luchó hasta el fin, aunque fuera contra su respiración, lo cual requiere de un descomunal coraje.

Cuando conocí a Juan Carlos Flores, él hacía una presentación de su libro El contragolpe, en Garaje 19, un espacio alternativo del proyecto OMNIZonafranca. El escenario imitaba un ring de boxeo. En short y con una toalla sobre los hombros, con su voz nasal, casi áspera, leía un poema, arrancaba la página, la estrujaba y la tiraba al suelo.

Yo estaba tan impresionada por la fuerza de sus versos que empecé a recoger las pelotas de papel dispersas entre los pies de la gente. Después escribí un texto en el que me preguntaba por qué en ese juego de imaginar con qué personaje grande nos gustaría cenar, siempre pensamos en los que están muertos, nunca en los que aún viven.

Esa vieja indolencia que han pagado con su agonía poetas y pintores malditos. Ahora, que él está del otro lado de la línea, me pregunto cuántos de los que le negaron el espacio que merece su obra en la literatura cubana, tendrán la honesta hipocresía de elegirlo entre otros grandes de la cultura universal, al menos para una cena imaginaria.

Juanka, irreverente y jocoso, decía: “Me gusta como soy, yo me descargo, soy buen amigo mío”. Es justo recordarlo así, pero en su funeral, cuando alguien afirmó que no había que llorar porque eso no había sido un suicidio, sino un hara-kiri, pensé en la comodidad de los sarcasmos y las metáforas. Porque un suicidio es incuestionablemente el fracaso ante el reto de una existencia individual, y el fracaso del funcionamiento de una sociedad.

Juan Carlos Flores no era miembro de la Uneac, no creía en el padrinazgo institucional y se sentía libre de opinar, incluso con acidez, y no solo en sus versos. Estuvo como invitado en Estado de Sats, un espacio de intercambio de pensamiento satanizado por el gobierno cubano que estigmatiza a cualquiera que lo pise.

Las circunstancias de su muerte: solo, indefenso en su enfermedad mental, a pesar de la sincera ayuda de los amigos, (especialmente del poeta Amaury Pacheco y su familia), demuestra la ineficacia del Sistema de Salud cubano, la inexistencia objetiva de una institución de Seguridad Social, y el palpable desamparo del ciudadano cubano.

La prensa oficial, que fue sorda a su poesía, ahora es sorda a su muerte. En el periódico Granma, justo el jueves en que se esparcieron sus cenizas en el mar, un detalle en la programación del Canal Educativo anunciaba: Para leer mañana: Juan Carlos Flores, poeta.
Probada la eficacia de la omisión y el silencio, quién puede hacer diferencia entre los vivos y los muertos. Entre los que están y los que no están, no importa si han cruzado la línea del mar hasta otra tierra o si han desaparecido como polvo entre sus olas.

Ahora, los que subsisten rapiñando en entrañas ajenas alardearán de haberlo conocido, discutirán sobre la obsesiva circularidad de su poesía o detalles tan sensibles como su ríspida personalidad y hasta (con la morbosa circunspección de los nefrólogos), la fatalidad de que esa muerte planeada no fuera instantánea.

Las tragedias nos aturden por la violencia con que nos imponen lo inverso. La última vez que visité a Juanka fue para hablarle de un proyecto del que me avisó una amiga, sobre un pintor estadounidense que pintó a una serie de poetas cubanos muertos y ahora quiere pintar a poetas cubanos vivos.

A través de la puerta cerrada de su apartamento, con voz apenada, Juanka respondió que no podía recibirme. Hoy no puedo dejar de pensar que su retrato ya no estará en esa exposición, no por este hecho ínfimo que quizás él ni habría aceptado, sino porque una mañana o un segundo, marcaron esa diferencia irreversible entre la vida y la muerte.

Por la incredulidad de una vecina que no tomó en serio su anuncio, por la tentación del abismo que nos abre la soledad, por el dolor del que solo pueden hablar con propiedad los que como él y Ángel Escobar, han sentido:

“Soy invisible, un monstruo que aborrece las maneras. Todos llegan,
me mortifican, aguanto. Me ofrecen solo sus altos manicomios blancos. (…)”.

Juanka una vez me dijo: “Pienso que el hombre tiene la libertad de escoger su esclavitud. Hay gente que tiene vocación de vasallo. Si modificas tu relación con el miedo, avanzas, sino, el miedo te paraliza, como un gas. Un hombre libre, para mí, es un hombre libre del miedo”.
Hoy, aspiro a que haya alcanzado esa libertad.

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