Caridad con esfuerzo ajeno

Verónica Vega

Dino, el perro de mi hermana cuando era sano y feliz.

HAVANA TIMES — Confieso que me molesta cuando, por aliviar a un gato, un perro callejero, le compro algún alimento en una cafetería cercana y mientras la criatura lo engulle vorazmente, mostrando su desesperada situación, alguien que observa la escena, expresa en tono compasivo:

-¡Llévatelo, chica!

Una vez me tomé el trabajo de explicar a la persona que ya tenía demasiados animales y respondió:

-¿Y qué? Uno más no importa.

Le pregunté cuántos tenía él, y admitió que ninguno. Entonces le dije:

-¿Y por qué no lo recoge usted?

El hombre se rió con picardía:

-Es que a mí no me gustan los perros.

Por absurdo que parezca, mucha gente realmente cree que quienes se complican la vida recogiendo animales enfermos y adoptándolos, lo hacen solo “porque les gusta”, como si se tratara de ir a una tienda de mascotas.

Mi hermana ya ha perdido la cuenta de los perros y gatos que ha salvado y los que han muerto en sus manos. La mayoría ni siquiera los ha recogido ella o sus hijos, los colocan a escondidas en su portal.

Madre soltera, con cuatro hijos cuya naturaleza ha desafiado prodigiosamente la miseria, todos son altos, bellos, saludables. Todavía niños, si por milagro se podía comprar una bolsa de leche, ellos, de buena voluntad, la compartían con la última camada de gaticos que alguien había intentado librar de la muerte poniéndola en manos ajenas.

Ahora, la batalla es por un perro contagiado de moquillo. Pocos conocen el alcance letal de esta enfermedad: de cada 100 perros contagiados, solo cinco sobreviven.

El animal fuerte, alegre y afectivo que era, ahora está irreconocible. Después de largas convulsiones está enjuto, camina tambaleándose y sus ojos parecen ausentes. Las consultas y los caros medicamentos se priorizan por encima de tantas necesidades: casa sin repellar, sin pintar, con ventanas y muebles rotos.

Las clínicas veterinarias estatales y las pocas instituciones que ofrecen atención médica a los animales afectivos, no incluyen programas que eximan de pago a estos protectores voluntarios, no importa cuánto hayan ayudado a sanear nuestras calles o librado a seres indefensos del morbo sádico, práctica vergonzosamente común entre los cubanos.

Para muchos, solo son gente estrafalaria y loca. Por el contrario, los que abandonan camadas enteras de perros y gatos hasta en un latón de basura, los que no esterilizan a sus mascotas y a veces se libran de ellas, soltándolas a la deriva en un lejano barrio o municipio, no violan ninguna ley. Tampoco los que tienen el corazón más blando y pretenden ayudar dejándole el sacrificio a otros.

En cambio, los protectores sí están expuestos al desprecio y hasta la ilegalidad por motivos de higiene. Los que abandonan no: viven en casas bien atendida y su apariencia es respetable.

Ahora se habla de crisis de valores pero, ¿qué mundo mejor es posible ignorando a los seres que dependen de nosotros? ¿En qué consiste la solidaridad, sino en desarrollar empatía y compasión? Los valores no pueden ser instituidos si no se transmiten a través de la práctica, del ejemplo. Y las leyes son imprescindibles para prevenir y controlar la degeneración.

Pienso que es hora de ubicar las cosas en su sitio, de valuar a los que realmente lo merecen. La irresponsabilidad, en ninguna de sus escalas, debe considerarse un mérito social.

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