Adaptarse al país de uno

Por Verónica Vega

HAVANA TIMES – Cuando transito por las zonas más céntricas de la Habana, tengo una sensación rara. Como si no lograra reconocer los lugares aunque identifique cada edificio, cada parque, cada esquina.

Hay algo nuevo, y es el ritmo de la ciudad, una velocidad que no dictan trenes a 300 km por hora, o la erupción de brillantes rascacielos o de ingentes y atronadores comercios.

Cambios, hay, claro: una repentina shopping nacida como por arte de magia de entre un montón de escombros. Un portal de paredes desteñidas es ahora una tienda de ropas, un taller de celulares, una cafetería. Cualquier espacio sirve para alinear mesas llenas de accesorios electrónicos, libros, zapatos, cacharros.

Pero la velocidad de que hablo no está en estos objetos. Emana de la gente, se respira en el aire.

Antes miraba con pena a esos viejitos, rezagados cuando hay que correr tras una guagua que paró fuera de parada, aturdidos entre el flujo de gente, los gritos, las malas palabras. Perplejos ante una sociedad que los dejó atrás. Y ahora soy yo la que se siente aturdida. Fuera de lugar.

Yo, que viví décadas entre el país del presente y el del futuro (que nunca sería Cuba), que me sentí perdida en las calles de París, el laberinto del metro, la plaga de automatización, que me cuestiono si podré a estas alturas adaptarme a un país del primer mundo, me siento perdida en mi propio país.

¿Cómo adaptarme?, me pregunto. Estoy sentada en un muro, al borde de una calle. Cuatro chiquillos están pateando, disputándose con los pies una lata de refresco. La lata se atora en una arista del muro y los chiquillos se abalanzan casi sobre mí para sacarla. Gritan. Me asustan. No entiendo si están alegres o furiosos.

La generación del “hombre nuevo” se encuentra con un dilema terrible: adaptarse al país donde el hombre es el lobo del hombre. La pesadilla contra la que se esforzaron tanto en alertarnos.

En ocasiones me dirijo a un adolescente con alguna pregunta y la respuesta es una mueca. Es un gesto común, casi uniformado, un mohín que oscila entre la indiferencia y el desdén absoluto. Sin embargo, no dejo de desconcertarme, no estoy habituada a estos códigos.

Es curioso, hace unos días leía acerca de un margen de censura a ciertas líricas del popular reguetón. Un género musical que, en particular detesto, pero debo admitir que esas letras obscenas, ese ritmo inmisericorde, dicta el pulso exacto de nuestra sociedad actual.

Es probable que la censura en muchos otros sentidos, fue acumulando un resentimiento que ahora aflora en esas canciones donde no se pretende pensar, analizar, cuestionar nada. La meta es escapar: de la miseria, de la saturación política, de la falta de libertad.

Huir a través de esa única libertad disponible que es el sexo, cargado con toda la herencia machista que no lograrán desterrar sólo con prohibir video clips donde se denigre a la mujer cubana.

La degeneración encontrará otras maneras de expresarse, como en las guaguas, donde el contacto obligado entre la gente parece una válvula de escape idónea para esa ira acumulada.

No puedo evitar acordarme de una amiga enfermera que amaba su profesión, y decidió retirarse porque ya no soportaba no sólo los frecuentes heridos por accidentes o broncas callejeras, sino la degradación ética del propio personal de salud.

La generación del “hombre nuevo” se encuentra con un dilema terrible: adaptarse al país donde el hombre es el lobo del hombre. La pesadilla contra la que se esforzaron tanto en alertarnos.

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