Los hombres no lloran

Rosa Martínez

Vendedor de granizado. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES — ¡Los hombres no lloran, carajo! ¿Cuántas veces han oído esa expresión? Por lo menos yo la escuché con demasiada frecuencia en la voz de mi padre, refiriéndose a mi hermano menor que derramaba lágrimas por cualquier motivo, por hambre, por sueño…

Yo pensé que aquello era solo idea de mi viejo, hombre de origen campesino, machista y con muchos resabios, pero no necesité mucho tiempo para descubrir que otros familiares, pensaban igual, y lo peor, lo manifestaban: compórtese como un hombre carajo, le decían a un primo. No sea maricón compadre, que con tanto llanto parece una mujercita, le expresaban a otro.

Pobre de mi familia que obligó a sus hombres a tragarse el dolor por una cortadura en el pie, por una batalla pérdida o por una mala calificación en la escuela. Era permitida la rabia, el grito, hasta la violencia contra otros, pero las lágrimas no.

Yo me creía afortunada entre todos esos varones, pues lloré cuanto quise. Me impidieron muchas cosas en esta vida, pero lloriquear, por suerte, no.

Hace unos días mi tío Germán perdió a uno de sus hijos.

Carlitos, el mayor de esa prole, salió temprano a trabajar como de costumbre; se despidió de sus dos pequeños y de sus viejos. “Hoy regresaré temprano para preparar el enchilado que te prometí”, le dijo a su papá cuando iba de salida. Un accidente automovilístico no lo dejó cumplir la promesa de preparar el plato favorito de su amigo y confidente, mucho menos la de cuidarlo cuando fuera un viejecito.

Muchas lágrimas se escaparon durante el funeral, esposa, hijos, hermanos, primos, amigos. Aunque la muerte es el conocido destino de todos, duele más cuando el fallecido es alguien joven con aparente salud de hierro.

Mi tío permaneció todo el tiempo al lado del ataúd, rodeado de mucha gente, pero solo.

“Llorar hace bien”, le dijo una vecina al ofrecerle su condolencia, “deja que salga el dolor, la ira, la resignación”, pero él no escuchaba nada ni a nadie.

Fuimos al cementerio y dimos sepultura al buen trabajador, al excelente padre, amante e hijo…

Cuando regresábamos a nuestras casas, Germán finalmente lo comprendió todo: nunca más vería a su adorado hijo, nunca más lo abrasaría, ya nunca más… Fue, entonces, cuando cayó, gritó, lloró, como jamás vi a un hombre llorar.

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