Historia de una madre triste

Rosa Martinez

Foto: Chris Lewis

HAVANA TIMES — Es madrugada de lunes, el teléfono de la vecina se escucha como si estuviera dentro de la casa, indica las 5:00. “Otra vez a la lucha”, se dice Martha, saliendo desanimada de la cama.

Los gallos cantan a todo el vecindario; el perrito de Armando anuncia la llegada de un desconocido; Anita, la recién nacida de al lado comienza a pedir leche; su madre, como siempre, espera que la chiquilla dé varios gritos para después alimentarla.

Martha no sabe de dónde sacará las fuerzas para abandonar el calor de sus sábanas, que todavía en esta época del año solo es disfrutable a estas horas.

Su cuerpo le pide seguir durmiendo, al menos, una hora más, pero no puede, debe tener todo listo todo para cuando despierten sus pequeños.

Bosteza, se estira, mira por la ventana y decide colar un cafecito, este debe darle los ánimos que hoy no tiene.

Debe hervir la leche, tostar el pan, calentar el agua para bañar a los más pequeños, preparar a todos para la escuela,  y de ahí para el trabajo, no puede perder tiempo, de lo contrario llegará tarde nuevamente, y hoy no está para aguantarle peroratas a nadie.

Se le cierran los ojos, se baña con agua fría para animarse, mas no lo consigue. Cansada del trabajo del fin de semana, arrastra los pies hacia la cocina, enciende el fogón de luz brillante, el eléctrico se rompió otra vez.

Los domingos siempre se acuesta temprano y obliga a los chiquillos a hacerlo también, pero anoche no  pudo; pusieron el agua a las 11 de la noche y entre una cosa y otra acabó de llenar los envases a las 3.00 de la madrugada.

Cuando pudo caer en la cama finalmente, el sueño no llegó. A esa hora recordó que no había podido comprar los zapatos de Luisito, el mayor de sus niños. Hace solo dos días caminó todas las tiendas recaudadoras de divisa de la ciudad y no encontró nada apropiado, ni para su niño ni para la cantidad de dinero que tenía en mano.

Recordó también que ya no había aceite en la casa y faltaba mucho para que vendieran el de la bodega. También pensó en Carlos, su esposo, que llegó borracho otra vez, y sin la mitad del salario.

A las 6:30 despierta los niños como de costumbre. Intenta sonreír cuando le da los buenos días, pero solo logra una mueca.

No hay nada que disfrute más que despertar sus diablillos. Cuando abren los ojos la obligan a recostarse unos minuticos con ellos. La abrasan, la besan, la aprietan, le piden seguir acostados un ratico más. Por muy triste que esté le roban la más pura de sus sonrisas, hoy no lo lograron, y Marta siente rabia por eso.

“Buenos días mis ángeles, ¿cómo amanecieron hoy?”

Los niños la saludan y se le tiran encima. La más pequeña hoy no quiere cepillarse, peinarse, ni ir a la escuela; escogió el peor de los días para eso, pero ella ni lo sabe, ni lo entiende.

Después del corre corre habitual logra que todos estén limpios, desayunados y organizados. Toman sus respectivas mochilas y bolsos y se dirigen a la escuelita que está a solo dos cuadras de la casa.

Quizás ellos no se percataron. Quizás no vieron el cansancio de su madre, ni las frustraciones de su rostro. Quizás no extrañaron sus mimos y besos.

Pero Martha está molesta y no sabe cómo arreglarlo, está molesta porque hoy Martica, Carlitos  y Leo se fueron sin ver su sonrisa, por más que lo intentó no logró conseguirla.

 

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