Rosa Martínez

Santiago de Cuba. Foto: Onel

HAVANA TIMES — ¿Quién no ha pasado un gran susto alguna vez? Yo, por lo menos, he sobrevivido a  muchos, y espero que siga así.

Entre los más aterradores, que me sentí muy cerca de la muerte, está el que me sucedió mientras cursaba el 11vo grado, cuando fui a pasarme las vacaciones de fin de año con unos familiares en Santiago de Cuba.

Cuba estaba, entonces, en medio de los años más duro del llamado Periodo Especial. La mala alimentación era de los aspectos que más dañaba la población. Los cubanos lo mismo componían la cáscara del plátano burro, que inventaban pizzas con condón en lugar de queso, muchos incluso comieron perros y gatos, yo lo hice sin saberlo (un vendedor de pizzas del barrio fue a prisión por preparar ese producto tan demandado con picadillo de perro).

El transporte fue otro de los sectores más golpeados por la caída del campo socialista y el recrudecimiento del bloqueo de Estados Unidos contra Cuba, tan fue así que todavía no se acaba de recuperar.

Por eso, el día que decidí regresar a mi casa de las mencionadas vacaciones en la bella Ciudad Heroe, no me quedó más remedio que subirme -entre empujones, halones y gritos- en un camión pequeño con barandas demasiado bajas para cargar personal.

Mis familiares, que fueron a despedirme a la autopista -allí se hacía botella- no les gustó nada ese carro; pero menos me gustaba a mí seguir esperando cinco horas más hasta que apareciera algo que me llevara de vuelta a casa.

Así que, sin mucho miedo, me agarré bien de lo que encontré más cercano -un joven muy atractivo- y el vehículo salió volando a recorrer los 80 y tantos kilómetros que hay entre las dos provincias más orientales de Cuba.

El transporte había recorrido medio kilómetro; iba demasiado rápido, pero hasta ahí todo estaba bien. Cuando el chofer intentó coger la curva de la rotonda para dirigirse a la autopista nacional, parece que calculó mal la velocidad, el número de pasajeros era demasiado, la carga estaba mal distribuida o qué se yo, el asunto es que como no logró aminorar la marcha el carro se viró para un lado y recorrió varios metros en dos ruedas.

Aunque el viaje de un solo lado debe haber durado unos pocos segundos, para mí, imagino que para todos lo que allí estábamos, fue una eternidad.

Hubo gritos, gente que se lanzó del camión, rezos, apretones, abrazos, hasta besos…

Cuando aquello cayó nuevamente en sus cuatro ruedas y el conductor logró detenerlo, yo creía que estaba muerta, no veía ni escuchaba nada,  solo percibía una luz muy brillante que pensé era Dios que venía por mí.

El buen mozo que había apretado en medio del susto me sacó del ensimismamiento, qué alegría de ver su rostro perfecto, más regocijo aún saberme viva…

 

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