Por Pedro Pablo Morejón

HAVANA TIMES – Triste decirlo, pero desde que tengo memoria, los ratones, esos indeseables roedores transmisores de varias enfermedades, han sido parte ineludible de mi existencia. Supongo que también de la de muchos cubanos.

Recuerdo desde niño las trampas en casa de mis abuelos para cazarlos. Aquel bohío donde una vez descubrí varias crías, aquí llamadas guayabitos y los constantes ataques a cuanto alimento se almacenara.

Por suerte, en aquellos tiempos de los años 80 existían no solo trampas, sino también distintos tipos de venenos. Al menos no estaban tan escasos los medios para combatirlos, de ahí que eliminarlos no constituía un trabajo complejo.

El tiempo fue pasando velozmente y por algunos períodos he recordado que existen, pero nunca como ahora.

Llevo algunas noches durmiendo mal. Son frecuentes los ruidos en casa y al amanecer descubro algún objeto en el suelo, restos de heces y un hedor que me revuelve el estómago en medio del asco, la ira y la impotencia.

Llega la media noche, comienza el ruido. Activo el interruptor de la luz y los veo allí. Son dos, caminan como “Pedro por su casa” sobre la meseta que hasta ese momento se encontraba limpia y recogida.

Los veo solo por un instante. Como un relámpago reaccionan a mi presencia y se escabullen hacia los estantes de madera que están debajo. Tomo un pedazo de palo que ya tengo listo para la ocasión, los hago salir, pero son más rápidos y logran escapar, aunque a uno casi le doy.

No sé qué hacer. Me acuesto nuevamente. Me desvelo y cuando creo conciliar el sueño, vuelven ruidosos.

Repito la operación y uno de ellos queda atrapado entre la pared y la madera que tengo para picar carnes.

Con mucha repugnancia lo voy aplastando hasta que su cola deja de moverse. Entonces dejo de presionar porque sé que le reventé los órganos internos.

Lo pienso unos pocos segundos, pero actúo, no me queda otra. Lo levanto por la cola con la yema de mis dedos índice y pulgar, abro la puerta trasera, salgo a la terraza y lo zumbo por el patio lo más lejos que puedo. Su compinche se ha escapado.

No me puedo deshacer de la madera que tengo para picar carnes. Por eso la lleno de detergente y la restriego muy fuerte con un cepillo, hasta asegurarme que no quede una sola célula de la piel del asqueroso invasor. Lo mismo hago con mis manos y vuelvo a la cama con nauseas.

Al amanecer constato que la tapa plástica que cubre el tanque donde guardo el arroz ha sido literalmente devorada, sin contar las pequeñas heces oscuras en un rincón de la meseta y el piso.

De desayuno me preparo un pan con barra de dulce de guayaba sobre la superficie del refrigerador.  Los guardo dentro de dicho electrodoméstico, como casi todos los alimentos. En su parte inferior tengo las pocas viandas que conservo. Ya me han comido algunas en días anteriores, al igual que el pan.

Salgo rumbo a Consolación del Sur, no sin antes fregar la meseta.  Acudo al Centro Municipal de Higiene y Epidemiología, pero es en vano, no tienen veneno para dicho vector.

En la tarde pregunto a algunos vecinos por si alguien tiene trampa que me preste y me entero que también están sufriendo por los roedores. A uno de ellos le hicieron agujeros en varias piezas de ropa.

Me comentan que una mujer vende trampas para ratones a $150.00 CUP ($6 USD) pero ya se las han agotado.  Quedaron de avisarme para cuando tenga.

Uno me dijo que con un poco de cemento se les puede envenenar. Sin embargo, en este país abandonado de Dios es tan difícil encontrar las cosas como hallar agua en el desierto del Sahara.

Y mientras llegue la solución, mi sistema nervioso tendrá que continuar sufriendo por causa de esos jodidos roedores.

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