El duro oficio de carbonero

Por Pedro Pablo Morejón

HAVANA TIMES – Por estos días mi mente ha viajado décadas en el tiempo, y a la memoria acuden imágenes de la infancia, cuando el octogenario Rafael Quian -amigo de mi difunto abuelo- hacía hornos de carbón, allá en Río Hondo, tierra de mi infancia.

Vi muchos de aquellos hornos construidos por Rafael con la ayuda de mi abuelo, quien por un tiempo lo acompañó en aquellos menesteres, aunque su fuente de vida dependiera de otros renglones.

Rafael Quian fue el mejor amigo de mi abuelo. Me parece estarlo mirando, delgado, de baja estatura, totalmente calvo, pero ágil y enérgico, con sus más de 80 abriles. Murió a finales de los 90 cuando estaba por cumplir los 100 años de vida.

Fue un experto carbonero, pues vivía de ese oficio. Era la época de los fogones piques alimentados con keroseno, muchos en el campo hasta cocinaban con leña y casi nadie disponía de gas licuado o electricidad para hacerlo.

De ahí que el carbón vegetal producido del marabú gozaba de alta demanda, aun mayor con la llegada de la década de los 90, en aquella consabida crisis conocida por todos como “Período Especial”.

Todavía hoy continúa siendo un producto demandado, a pesar del fogón de gas o las ollas y fogones eléctricos.

Precisamente ahora, con esto de la pandemia y el necesario aislamiento social, a mi suegro, liberado de su trabajo por estar en la sesentena, se le ocurrió hacer carbón con la participación del hijo y un sobrino. Un saco puede valer de 50 a 100 pesos CUP, en dependencia del lugar, así que nunca está de más, sobre todo, para ahorrar electricidad a la hora de cocer los alimentos.

Me uní a ellos para ayudar, aunque siempre he tenido claro que este es un uno de los trabajos más difíciles que existen. Es duro meterse en un monte de marabú y cortar suficiente leña, recibiendo los inevitables pinchazos y las picaduras de santanillas y otros insectos, construir el horno, velarlo durante dos o tres noches para garantizar una buena combustión, y una vez quemado recoger los trozos de carbón entre el polvo negro que se impregna en las uñas, fosas nasales, oídos, etc.

Todo ello me hace pensar en los carboneros de la Ciénaga de Zapata, al sur de Matanzas, gente ruda y laboriosa que a través de generaciones han vivido de ese oficio, donde cada horno parece un edificio de 3 pisos, parecidos a los que hacía Rafael, de quien en la dimensión donde se encuentre espero que me esté viendo, mientras lo recuerdo ahora, en este pedazo de madrugada que acabo de arrebatar al sueño, persiguiendo un horno de carbón.

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