Osmel Almaguer
Un alarido, proferido por un ave, y luego un golpe. A pesar de la velocidad con que salimos al patio –mi madre y su esposo ya se habían despertado-, los ladrones ya no andaban por todo aquello, y el gallo tampoco estaba en su jaula.
Era casi una mascota para mi madre. Tenía como cinco años de edad y ya a esta altura no era un plato demasiado tentador para nadie. Por eso sospechamos que lo querían para brujería.
Al revisar el lugar del robo, el esposo de mi madre descubrió que los ladrones, con la premura, habían dejado olvidadas sus gorras. Entonces pensamos que no tenían escapatoria.
Enseguida vinieron a mi mente los episodios de la serie policíaca CSI, y su equivalente local, Tras la huella, en donde elegantes policías hacen cosas impresionantes para capturar a los autores de delitos casi perfectos.
Desgraciadamente la realidad me decepcionó. Hicimos la denuncia a la policía y vinieron con la brigada canina, pero nada se resolvió. El perro perdió el rastro. La huella de olor no sirvió para nada, tampoco el cabello que dijeron encontrar en una de las gorras.
El caso está archivado. Al fin y al cabo fue tan solo un gallo, que tal vez incluso pudo haber saciado el hambre de alguna familia. El ave no tenía demasiada protección, pues solo un endeble cercado lo separaba de la tentación pública.
Los dueños no somos gente importante, y el delito no puso en peligro la vida de nadie. Solo nuestra seguridad y confianza resultaron levemente heridas.
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