Osmel Almaguer
No obstante el sobresalto se repitió. Hubo otro frenazo aún más violento, y luego otro, y otro hasta llegar a siete. Al terminar la serie de sacudidas, la señora de avanzada edad que viajaba a mi lado tenía un moretón en el rostro. Se había impactado contra el tubo que tenía enfrente.
Por un momento llegué a pensar que terminaríamos chocando o cualquier otra locura.
Habíamos desafiado al chofer no obedeciendo las órdenes que segundos antes había gruñido. Aunque con muy mala forma, él reclamaba algo que era justo, si la parte de atrás de la guagua estaba vacía, para que las personas que aún quedaban en la parada pudieran montar había que acomodarse bien.
Pero la gente estaba demasiado enajenada y había un nudo junto a la puerta de bajada que no dejaba avanzar a los que tardarían en apearse. El castigo fue ese. Siete sacudidas en las que cualquiera de los pasajeros pudimos sufrir algún daño, incluso alguna herida grave.
La gente protestó un poco. Se habló incluso de denunciarlo ante el jefe de su terminal de ómnibus, pero todo el mundo sabe que la mayoría de esas denuncias no surten el efecto deseado. Mucho menos quejarse directamente al chofer, pues estos han ganado la fama de resolver los conflictos, armados de tubos o bates de madera.
Los reclamos que planeaban los pasajeros iban tomando, a medida que hacían contacto con el aire, ese dejo que producen las cosas inútiles.
En la próxima parada me bajé y acto seguido se me prendió el bombillo. Si tenemos las herramientas en las manos tenemos que utilizarlas. Entonces me decidí, le tomé el número a la guagua (ruta 27, No. Serie 5114) y le saqué una foto.
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