Una abstracción de X y Z

María Matienzo Puerto

Foto de La Habana Vieja por Caridad

Yo, que normalmente me convierto en una mujer cualquiera para contar su historia, esta vez prefiero ser un funcionario.   El funcionario X, de la institución cultural Z.

Y aunque nunca he tenido nada que ver con la escritura, la pintura o el cine, entre mis obligaciones está dirigir a escritores, pintores o cineastas.  Ya sé que lo verosímil de la historia, quizás esté en que me decida por cualquiera de estas tres manifestaciones.  Pero no lo voy a hacer. Mi ambición va más allá del dinero.

Quiero ser poderoso a través de la poesía.  Esa materia escurridiza de la que no tengo la menor idea, pero que es necesario tener bajo control, para que no revolucione lo que debe permanecer inamovible.

También me van a decir que los funcionarios X, como yo, no trascienden más allá de su tiempo de mandato.  No me importa.  No creo en el más allá y mucho menos en lo que pudiera suceder cuando este montón de payasos a los que controlo, ya no existan.

Así que si puedo dirigir desde un lugar clave, desde donde pueda ver el resto del mundo, todo está bien.  No tengo dinero ni talento para fundar nada.  Pero eso solo me lo digo a mí mismo frente al espejo y me propongo ser más intransigente cuando llegue a Z.  Para que aprendan a respetar a quienes tenemos el poder.

Me prepararon para dirigir. Para mí una fábrica de ensamblaje se dirige igual que una librería. No importa si no sé nada de tuercas o de libros. No importa.

Soy un cuadro (así se llaman a los trabajadores en Cuba que son preparados para desempeñarse como funcionarios), una marioneta, un funcionario X.

Por eso cuando ayer me propusieron cambiar a Z de lugar no lo pensé dos veces.  No me detuve a analizar si el espacio nuevo era suficiente para mis trabajadores, o si el nuevo lugar tiene ese ambiente que deben tener los lugares dedicados a la poesía; si tiene historia o si es un hoyo negro en medio del universo.

Soy ciego a esas cosas porque mi objetivo es obedecer las necesidades de quienes me mandan. Por algo son ellos los que nos asignan el dinero. Soy sordo a las recomendaciones que me dan otros que se piensan que saben más que yo, o a las protestas de mis empleados.

Y es que ellos no son dueños de nada y a veces piensan como si lo fueran.  Por eso grito, doy puñetazos sobre la mesa y no pasa nada.  Tienen miedo y lo sé.  No me cabe la menor duda. Pero ese también es mi objetivo. Que sepan que ellos, los que hacen la cultura no son imprescindibles.  De hecho, los que son favoritos del sistema hoy, mañana pueden ser substituidos.

Les recuerdo con frecuencia sus deficiencias. Y eso sí funciona lo mismo en una redacción de periodismo como en una fábrica de lozas.  Que la gente no se crea más de lo que yo quiero que se crea.

Yo no escribo, no pinto, no filmo, a penas pienso (solo lo necesario) pero soy el que está en el poder.

Por eso no me importa que el día en que tengamos que desalojar el lugar donde se ha trabajado por casi treinta años, (una casa vieja, llena de fantasmas, con ruidos extraños entre sus muros) queden libros, pinturas o cintas de películas silentes.

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