Los espacios, la electricidad y las desilusiones

María Matienzo Puerto

Edificio de La Habana. Foto: Ihosvanny

Esta semana necesitaba concentración, por eso en mi registro de espacios sagrados encontré, inmediatamente la biblioteca del municipio donde estoy viviendo ahora, Cotorro.

Ya había estado por sus salones y el trato mejor ni en mis sueños.  Me dije: Na!!  Después que tanto he criticado a las bibliotecarias con su cotilleo, y sus ansias de poder, había encontrado la biblioteca ideal.  Un ambiente propicio para la creación y un horario más completo que el que tiene la mismísima Biblioteca Nacional.

La biblioteca del Cotorro permanece abierta más tiempo que la iglesia del lugar: todos los días de 8:30 de la mañana a 7:00 de la noche.  A la iglesia no he podido entrar porque no acabo de cazarle el horario.

Así en las tres ocasiones en que me senté en una de sus salas (siempre la misma) me percibí mimada: siempre solícitas, vi cómo daban un trato especializado y amable a todo el que llegaba.  O sea, no podía decir que era solo conmigo y mi pinta seudoperiodística.

Así pasó algo de tiempo y no volví por allá porque entre las vacaciones que me tomé y el trabajo investigativo que me llevaba a otros lugares, fui aplazando lo que me prometí que debía ser una cita casi diaria.

Pero esta semana, cuando me hizo falta algo de concentración para terminar un libro dificilísimo de digerir y fui por allá, me encontré el absurdo cubano rodeando sus puertas.

La bibliotecaria, con los espejuelos tirados sobre la mesa me sugirió que no era buen momento para sentarme a leer.  Eran las cinco de la tarde y como por acá tenemos el horario de invierno, ya estaba comenzando a oscurecer.  Mi pregunta respuesta con su lógica apabullante no se hizo esperar: ¿y por qué no encienden la luz?

Ja, ja, ja.  Ilusa como siempre.

La bibliotecaria me explicó que se habían pasado en el consumo de electricidad que les había asignado el gobierno del municipio (el partido y el poder popular) y que no podía prender ni las luces, ni los ventiladores, ni las computadoras.

Allí estaba el sinsentido de las instituciones cubanas dispuesto a que le escribiera un diario.

Siempre había escuchado de esas leyes no escritas, pero nunca había chocado con ellas de frente.  Mi biblioteca ideal se me desmoronó.  ¿De qué me sirve que esté abierto hasta tan tarde si no puedo sentarme a trabajar?

La dejé atrás.  Abierta por gusto y yo con la necesidad de encontrar un nuevo lugar para poderme concentrar.

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