Donde se aprende a no decir te quiero

María Matienzo Puerto

Foto: Caridad

Maritza es una mujer que ha vivido con mucha intensidad. A los dieciséis ya estaba noviando con un hombre de treinta y pico de años. Y nadie le preguntó por qué un hombre tan maduro.

Los que debieron cuestionarse la diferencia de intereses prefirieron ver las cadenas de oro y la moto para pasear y lucirse por la ciudad.

Se libraron de una condena peor: a Maritza también le gustaban las mujeres. Era preferible este tipo salido de la nada a la vergüenza de la homosexualidad.

Tres años más tarde tuvieron un niño y ella decidió que ya era hora de “sacarse esa carga de encima.” Se dio cuenta que estaba cometiendo un gran error en su vida al no asumir su sexualidad.

Y como el único motivo que la ataba era el económico, se sintió con valor para sumir sus necesidades por sí sola, aunque eso implicara menos lujos y más sacrificio.

Pero el desenlace no podía ser tan sencillo.

Cara a cara, ella, quizás no de la mejor manera, le dijo que no quería seguir con él. Marido enamorado o encaprichado o herido comenzó a maltratarla y a chantajearla con eso de contarles a todos que “Maritza es tortillera.”

Maritza me cuenta que buscó ayuda y no la encontró. Se enfrentó y terminó clavándole un cuchillo. De siete años solo cumplió tres por buena conducta. En la cárcel aprendió a no mirar de frente, a no contar con cualquiera, a no decir te quiero.

Y aunque se “sentía liberada lejos de Wilfredo,” con unos pocos meses comprendió que tampoco le iba a ser fácil asumirse como lesbiana entre rejas.

“No te creas que es fácil,” me dice, “no dejan que te roces siquiera con otra presa y si lo descubren sabes que te aíslan. Hay que hacer veinte traquimañas. Desde pagarle a las carceleras hasta prostituirte con otras mujeres, que aunque son presas igual que tú, tienen más influencias por el tiempo que llevan encerradas o quién sabe por qué.

“Es verdad que tienes ciertas cosas garantizadas, pero es duro, mi hermana. Imagínate que hay que enamorarse casi por control remoto. Todo es muy sexual y cuando llega el momento, tiene que ser rápido, sin regodeos. A no ser que te crezcan las espuelas.”

“Si eres ‘tuerca’ y no tienes ningún tipo que se acueste contigo en la calle para que te haga pabellón, tienes que aprender a comer, con las reglas de adentro. Y si tenías una ‘jevita’ afuera olvídate que no la vez más ‘encuera’ hasta que sales, y eso si no se encontró con otra que le gustara más o se casó o se fue del país. Porque pabellón entre mujeres no hay ni habrá.”

Las historias son duras. Maritza me contó que hizo mucha amistad con una recién llegada por una causa parecida a la suya.

“Solo amistad. Te juro que no había nada sexual entre nosotras. Es que me recordaba un poco a mí misma cuando entré y no era la mujer en que me he transformado. El caso fue que se corrió la bola de que teníamos una relación. Me llamaron y como estaba a punto de salir, las palabras de la jefa fueron claras: ella o un pase, le dejas de hablar ahora mismo y todo está resuelto.”

Se endureció, como ya tenía aprehendido, y rompió por las claras. Después se enteró que la había dejado destrozada.

Este es otro punto a resolver. Los derechos de las mujeres lesbianas en prisión.

Maritza ya tiene treinta y cinco años y no se arrepiente de la vida que ha llevado. En cuanto salió a la calle, pese a las “pesadilla que nunca te dejan” se integró a la sociedad y trabaja como una cubana más; sin embargo, no logra asumir su sexualidad.

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