Con una bolsa de plástico bajo el brazo

María Matienzo Puerto

Kiosko Agropecuario. Foto: Caridad

Se me ha hecho un hábito, al levantarme por las mañanas, entreabrir la ventana y espiar hacia la acera del frente.

Y no es precisamente porque de vieja me esté volviendo chismosa, o halle cierto placer viendo cómo la gente transita por la calle mientras lucha contra el aire frío, o me haya caído la paranoia y esté buscando al enemigo que me vigila. Nada de eso.

Vigilo, sí. Vigilo, un quiosco de viandas, que hace unos meses fuera próspero y se mantenía “surtido” y ahora es pura desolación. Y entrecomillo surtido porque tampoco era que vendiera con mucha variedad, pero al menos boniato, plátanos y papas, tenía.

De allí siempre estuvieron desterrados algunos vegetales que ya casi los olvidos porque a veces son imposibles de encontrar en cualquier rincón de la ciudad.

Claro, en los agro mercados particulares o los situados en zonas más exclusivas, como el Vedado, Miramar o el Reparto Flores, donde los precios se triplican, por encima de los ya triplicados, puede que encuentre de todo, hasta canistel, una frutica sabrosamente dulce, que se le ofrece a Ochún (deidad del panteón africano) para recibir a cambio, amor y prosperidad.

En resumen, que la mesa de muchos hace un tiempo ya, solo se ha resumido, a algunas hortalizas y muy pocos vegetales. Y no recuerdo que se nos hayan dado razones para esta ¿nueva? y ya prolongada crisis.

Desde los huracanes del 2008 no escampa, incluso, para las ciudades que no pasamos por el desastre.

Está bien, el pretexto entonces fue que debían desviar buena parte de los productos para ayudar a los damnificados, recuerdo, incluso, que cerraron algunos puntos que vendían no solo hortalizas, sino carnes. De paso para evitar eso de las ilegalidades.

Han venido como anillo al dedo, las desgracias del prójimo. El noticiero dura horas informando sobre la ayuda solidaria, primero en Haití y ahora en Chile (ellos realmente no se imaginan cómo sufrimos su desgracia).

Por otro lado una campaña, me imagino que millonaria en pesos cubanos, de cómo se han repartido las tierras que estaban ociosas (era casi la mitad de la isla) y cómo se deben trabajar. Y uno se dice: —coño, con todo el tiempo que llevan hablando del tema, es para que ya al menos hayan sembrado frijoles, ¿no?

Pero precisamente los frijoles son los más perdidos.

Existen otras alternativas, sembrar en el patio de la casa, como en la década del noventa (a los cubanos no hay quien nos hable de alternativas, ya las hemos probado todas) ¿Y los que vivimos en un séptimo piso?  Ya sé, la justificación de todos: la crisis mundial y el embargo económico.

Pero a mí no me queda muy claro y a los otros, que andan junto conmigo, a pie, tampoco (aunque se resignen) porque estoy hablando de agricultura.

Es que todo comenzó, no precisamente con la crisis mundial, sino con el esfuerzo de centralizar más, lo que ya estaba centralizado: de unir las tiendas en una sola cadena, de evitar cualquier “fuga de capital,” de evitar que se robara y que hubiese enriquecimiento ilícito* (tampoco se permite el lícito, ni hay manera de llegar a él).

Por mi parte, no me queda más que asumir la costumbre de mi mamá. Andar con una jaba de nylon (bolsa de plástico) en la cartera para que, donde quiera que aparezca algo de comer, comprarlo. No importa si antes de llegar a la casa, debo recorrer media ciudad, e incluso, ir al trabajo.


* El enriquecimiento en Cuba nada tiene que ver con hacerse millonario, o formar parte de una clase que superior económicamente hablando. Aquí consiste en tener, quizás, un carro de la década del cincuenta y una casa pintada y bien amueblada; en vestir a la moda, tú y tu familia; en comer jamones, quesos y carne; y en tener equipos electrodomésticos, de una dudosa última generación.

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