¿Sueñan las ovejas eléctricas con androides?

Leonid Lopez

HAVANA TIMES — Con una mano doy golpes a una pequeña tumbadora. Con la otra bebo café. La cabeza vuela lejos, no sé dónde. Entonces recuerdo. Los golpees en la puerta del hotel. Aún en la niebla del sueño abro. Está ella parada frente a mí. Su sonrisa, de la que un día me burlé.

Sonrisa de japonesa detrás de la cámara. Fotos, fotos y regreso con mi experiencia bien quieta en un papel de colores brillantes. Pero yo no soy de papel, no soy nada brillante.

Ella hizo todo lo posible por reunirnos aquí. Fue el pago a la espera, todo el dinero que nunca había visto en mi vida, largos trámites. Al final un viaje digno de los grandes descubridores, los primeros grandes cartógrafos.

La Habana-Ámsterdam. Ámsterdam -Tokyo. Sin embargo yo no podría hacer un mapa de mi viaje, como no se puede hacer de un sueño. Así suele ser la verdad, sin tantas explicaciones, contundente. Estoy aquí y no soy de papel sino hace rato me hubiera roto.

Las luces, claro. Tokio al oscurecer. Carteles, mucha gente, La torre de Babel multiplicada. Será que también les habían confundido las lenguas porque no se les veía hablar. Solo caminar, caminar hasta un sitio sin dudas cierto.

Lo que me parecía raro era lo cierto de todo, lo aplastante de la certidumbre. No se podía dudar de algo tan concreto. Entrar, salir, subir, bajar, montar, desmontar. ¿Es que no había error? ¿No vería a nadie que se le desanudaran los cordones? En algún lugar quizás.

Dentro de las casas la gente debería llevar una vida sencilla, como la que yo quería. Fuera había que ir a sitios con su catálogo de acciones ya descrito. Era mi impresión ingenua y exagerada.

A mi lado estaba mi novia japonesa. Ella sabía que no me causaban mucha impresión las luces, o más bien que no sabría que hacer con ellas. Así que me llevó a un sueño. Hacía unos años había visto Blade Runner.

Me sacudió la ciudad en el futuro entre grandes edificios y negocios oscuros y turbios. Ahora estaba en esa ciudad. Shinyoku se llamaba el barrio por donde caminaba. Quería sentarme en todos los pequeños negocios ahogados entre otros cientos, ensombrecidos por los rascacielos, llenos de humo de comidas raras y cigarro de olores dulces.

Pedir cualquier cosa al lado de los viejos taciturnos que sin dudas llevaban siglos sentados allí. Dejar pasar el tiempo que se iba no sé donde por esas calles que me rodeaban. Aunque no era Harrison Ford me sentía como un actor en aquel lugar. Las cosas estaban allí sin dudas, pero eran tramoya. Terminando mi actuación iría a casa.

¿Pero dónde estaba mi casa?

Hace rato he dejado de tocar la pequeña tumbadora. La taza de café vacía recuerda un caracol sin babosa. Los restos quedan ahí pegándose a la superficie, oscureciendo, formando parte.

Mi novia no hacía muchos comentarios. Me dejaba entrar a esa realidad como a un almacén sin puertas. Fue buena y paciente con mi ignorancia.

Era mi primera ciudad fuera de Cuba. Todo se anunciaba en japonés y se anunciaba casi todo. Un sitio de masajes que disfrazaba la entrada a otros placeres, un gran centro de negocios, una tienda de equipos de golf, una tienda de herramientas de todo tipo, varios pisos donde vendían autos de juguete para coleccionistas, restaurantes coreanos, chinos, turcos, cada lugar tenía su sitio en la cadena de anuncios que terminaba por hacer todos los sitios uno solo enorme y grabado en neón. Así perdí el sentido de la longitud y la altura, de la diferencia. Es fácil diluirse allí.

No recuerdo mucho de aquel día. Solo mi novia a mi lado, tomándome del brazo como no se veía a nadie. Una impresión clara si guardo: no me sentía turista.

Ahora puedo hacer varias conjeturas para explicar esto. No topaba con muchas caras extranjeras. La inmensa mayoría de los turistas en Japón son japoneses. Visitan sus templos y santuarios, sus montañas, sus negocios típicos, siguen prefiriendo su comida por sobre otra.

Claro que los jóvenes les encanta MacDonalds, Starbucks y Kentucky, es la edad de la rebeldía. Pero nada de mover los cimientos de su sitio.

Otra cosa es que no se hace diferencia entre las gentes a la hora de entrar a un negocio. A cualquier persona se les recibe y despide con las mismas palabras de cortesía. Una sucesión de objetos iguales desfila ante máquinas que los acuñan.

La idea del cliente era la variante que conocía del proletario. Quizás también yo estuviera imposibilitado de comportarme como turista. Me faltaban asombros o sobraban razones. Igual a nadie le importa si soy un bicho raro.

A todas estas no creo haberme sentido incómodo en aquel momento. Como un borracho que no le pesan los conflictos caminaba dando tumbos.

El mundo me desvirgaba ese día. Era una oveja sin lana en un país de androides. No estaba claro aún que sería después, aunque sin dudas me contaminarían algunas manías.

No he pasado otra vez por Shinyoku y ya no me siento parte del guión de Blade Runner. En cambio me sigue acompañando la misma mujer de aquel día.

Alguien, en otro rincón del mundo tomará café a estas horas. Al acabar no mirará la taza vacía. Lamerá sus encías y con restos de café en los labios besará a su hijo dejándole una mancha en la frente. Brindo con este hombre.

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