Mangos, sonrisas y una sombra

Leonid Lopez

HAVANA TIMES — Luego de un atrasado comienzo de primavera hoy hace un calor de verano. Sentado en el autobús que me lleva a casa respiro con gusto el frío del aire acondicionado. Es un frío seco y sólido.

De plano una sensación de agradecida parálisis golpea el cuerpo y los suspiros ocupan el lugar de los pensamientos. Quisiera quedarme así, digo a mi reflejo en el cristal de la ventana.

Satakedai roku chome contesta el chofer a mis deseos, anunciando el nombre de la próxima parada.

Miro al frente. Son las calles que ya conozco de memoria. La vida se asienta aún en el lugar más raro e inhóspito. Parece tener una cualidad, que se me escapa, plantándose por una vía ajena a mi conciencia. Cuatro años aquí. Cada vez están más borrosos los primeros  días.

Vuelvo a recostarme al cristal de la ventana y enseguida caigo en un hueco, resbalo por las paredes húmedas de recuerdos.

Ahí tengo frente la primera vez que me dejé rodar por las calles como buscando hundirme en el frío. Tras 35 años de calor automáticamente asociaba el frío con la idea de la libertad. Sabía que era una asociación arbitraria, pero me dejaba invadir por ella como el que se adentra en el bosque tupido a saber de su segura perdida.

Era mi primer año en Japón y mi segundo invierno. Mis sentidos renombraban el mundo entre la certeza del que sabe, tras un largo viaje, ha anclado en su cuerpo y la confusión del que pierde los contornos de lo que va archivando.

Había terminado el curso en la escuela de japonés e iniciado mis vagabundeos dándole vueltas a la cabeza pensando en qué me ganaría la vida. Por ese entonces, no se porqué pienso en eso ahora, encontré, en un pequeño puesto de frutas, unos mangos enormes.

Sentí como un flechazo de afinidad. Aquellos mangos parecían desentonar entre otras frutas de colores y olores más sobrios.  Así que pedí seis al vendedor en mi rústico japonés.

Este debió llegar al colmo del asombro. Quizás por primera vez tuviera tan cerca un extranjero en aquella ciudad nada turística y para colmos este podía hablar su idioma. Entonces me dedicó una gran sonrisa, como aún no había visto en Japón y, sin cambiar ni un segundo la expresión, hablamos unos minutos. Mangos y sonrisas: buenos augurios.

Un día de lluvia, poco tiempo luego de llegar a Japón, tirados en la cama, mi entonces novia preguntó cómo me imaginaba de viejo. Sin pensarlo dije que imaginaba una rutina tranquila. En ella caminaba siguiendo los mismos rumbos cada día, era cliente habitual de los mismos negocios y saludaba y hablaba de la familia con los vendedores que me atendían siempre. El vendedor de frutas iba a ser mi primer paso en mi futuro casero y sin sorpresas.

Al siguiente día salí de casa por el camino habitual. Sin embargo esta vez haría una parada a saludar a mi recién estrenado risueño amigo. Al acercarme a su negocio desplegué una sonrisa como vela al viento, extendí la mano en saludo dando rumbo al timón y …disimulando seguí de largo.

El frutero, apuntando, como todos los días, su mirada al vacío, no pareció conocerme. Me detuve frente a él, miré las frutas, pero luego del iratshai (bienvenido) habitual, no hubo otra señal de empatía.

Saidera Kita, la parada más cerca de casa. Arigatou gozaimasu (muchas gracias) dice el chofer inclinando la cabeza. El sol recorta mi sombra en el asfalto con exagerada nitidez. Como por reflejo miro hacia el lugar donde estuve sentado. No queda ninguna huella de mi cara en el cristal.

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