De cómo calentarse sin hogueras

Leonid Lopez

HAVANA TIMES — Hace frío. El frío no es engañoso, no se escurre cauto. Llega de golpe. Paraliza. Ensimisma. Me gusta el frío.

Llegué un 30 de diciembre a Japón. Tenía puesto un abrigo raído y fino que no prometía cálidos momentos. Cerca de la parada del autobús que me llevaba al hotel donde esperaría a mi novia había una pantalla que marcaba la temperatura. 13 grados.

No estaba mal para mi primer día de invierno en serio. La temperatura me era agradable. Todavía no sabía bien que había hecho al ir solo tan lejos, como actuar. Solo podía pensar en lo que me pasó cuando buscaba la parada.

Había pedido ayuda a unos peruanos y estos recelosos y con miedo me dijeron que no sin dejarme hablar. Comprendí que creían que les pedía dinero y les aclaré que buscaba la parada de autobús para los hoteles. Se disculparon, uno de ellos me guió.

En fin 13 grados, un joven con pinta de mendigo, extranjero a las claras y completamente perdido. Pero había llegado hasta allí y la temperatura no estaba mal. Miré el horario del autobús. El próximo venía dentro de 25 min. Un japonés se me acercó y preguntó en su idioma lo que deduje era qué autobús tomaba. Le señalé con el dedo y pareció compadecerme con el rostro por tan larga espera.

No entendía por qué 25 min parecían ser la eternidad para aquel hombre. Yo estaba entrenado para esperar. Mi sentido del tiempo era otro. Quería decirle a aquel hombre que no se preocupara, que para mí no era nada, pero no se me ocurría como hacerme entender. De todas formas el japonés se retiró como absorbido desde el fondo de un telón.

Pues sí, me dije, estás en un escenario donde representan tu historia, tranquilo. Mi primer autobús de turismo. Soy un turista, que extraño. Hice el camino al hotel mirando un paisaje de edificios grises que no parecían muy de bienvenida a un gran mundo. Pero al parecer, venido del submundo como venía yo, aquello no me hacía sentir tan ajeno.

Entonces empecé a reconstruir lo que había vivido. El aeropuerto en La Habana, la sala de espera, el cubano que iba para Italia y me contó su vida. Lucía los cuños de su pasaporte para dejar claro que no era su primera vez, que ya sabía lo que era vivir.

Luego el avión a Ámsterdam, el aeropuerto enorme donde no me separé a penas del asiento las cuatro horas de espera del tránsito a Japón. No quería perder el vuelo y a penas disfruté de mi primera entrada al mundo de las vidrieras.

Luego Japón, los pasillos estrechos del aeropuerto, el inglés de la oficial de emigración japonesa que no entendía. El desprecio de su jefa pues yo apenas podía brindar información de lo
Que hacía allí. Yo mismo no sabía. Venía a ver mi novia solo eso se me ocurría decir.

En el hotel me hablaron en un inglés muy claro. Ya estaba hecha mi reserva. No me dieron llave si no una tarjeta. Supuse, por el recuerdo de alguna película, que con aquello debía abrir la puerta de mi habitación.

Juro que lo intenté de todas las formas posibles pero aquella puerta no abría. Ya empezaba a sentir una vergüenza horrible (mi primer sentimiento claro) mientras una mujer de la limpieza se me acercaba, cuando cataplín se abrió la puerta. Dentro una cama enorme, una mesa, dentro de la gaveta El Corán y La Biblia.
Una lámpara de suelo, un tablero con botones con los que jugué a apagar las luces de toda la habitación, tirado en la cama. La bañera.

Mi primera vez en una bañera. La taza de baño automática que calentó el asiento y tenía bidel incluido. Mi primera taza de baño inteligente. Trataba de entender cómo funcionaba la calefacción pero no me apuré. Dentro había un frío agradable, que casi prefería a un calor que no pudiera controlar luego. De eso ya había tenido bastante en Cuba. Pero logré colocar la temperatura en unos cálidos 22 grados.

Bañarse en agua caliente, vaciar el estómago y lavar las posaderas en el bidel. No estaba nada mal. Hasta casi parecía saber que hacía. El cansancio me debía empujar los pasos.

El celular que mi novia me dejó para llamarme cuando llegara al hotel descansaba en la mesa de noche. Inerte casi daba envidia de su entregada inmovilidad. Así que me tiré en la cama a su lado y recuerdo que le hablé como si hablara a mi novia.

Le dije teatralmente que viajaría otro medio mundo para verla y me dormí. Fue un sueño sin sueños.

El apagarse perfecto de un televisor al oprimir el botón del remoto. ¿Dónde estaba la mano que alargó el mando a distancia hasta mí? ¿Dónde estaba yo?

Desde la ventana se podía ver un pequeño bosque de árboles altos y tupidos, la curva del hotel, un parqueo, el cielo azul y sin nubes. De niño alguien cantaba algo que decía que no había cielo más azul que el cielo de Cuba. Este, desde la ventana, lo era.

Pero no me importaba mucho el cielo. Dormía. Una mano había oprimido un botón en algún lado. Otra mano me había llevado hasta esa cama de hotel. Pero debía levantarme y hacer como si todo fuera real hasta que la realidad me llegara de golpe, como el frío.

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