¿La Cuba que nunca cambia?

Katherine Pérez Domínguez

HAVANA TIMES — Tomada la decisión de regresar a Cuba, el emigrante cubano (y de cualquier otro país, por cierto), se ve precisado a solucionar cuestiones esenciales para la adaptación en su nuevo sitio de residencia. Dichos asuntos son de toda índole, e implican tanto aspectos básicos como dónde y de qué va a vivir, hasta asuntos no menos importantes relacionados con el contexto al que regresa.

Podría pensarse que esta última cuestión es fácil, que al final estás regresando a lo conocido, a una zona de confort que abandonaste hace algún tiempo, pero de la que nunca te pudiste desprender. Aquí tienes familia, amigos, vecinos, viejos conocidos, hablan tu idioma (en el sentido más amplio, lingüístico y cultural de la palabra). Y de cierta forma es así.

Sin embargo, el paso del tiempo siempre tiene algo que decir al respecto. Ningún país de los que conozco -incluida Cuba, a pesar de su lento devenir encajada en el tiempo-, permanece estático e inamovible. Los cambios son parte consustancial de la sociedad humana.

Tengo un amigo español que vivió en Cuba tres años. A su regreso a España, no solo habían cambiado la moneda y los precios (bastante más altos estos últimos), sino que también la sociedad parecía respirar nuevos aires venidos del resto de Europa y él apenas podía comprender el idioma que hablaban los jóvenes menores de 20 años. Tan solo cinco años después, cuando mi amigo se había acostumbrado al euro y su situación personal y laboral se había estabilizado, la crisis económica en el continente planteó nuevos retos al retornado.

Cuba, aun como un caso muy especial dentro del contexto internacional, no ha podido sustraerse tampoco a la natural transformación de cualquier sociedad. Cuando salí de la Isla en el 2006, el teléfono móvil era apenas un objeto de culto en poder de unos pocos privilegiados, Internet una gran desconocida, La Habana se caía a pedazos y el tema no parecía tener solución fuera del ámbito del centro histórico y del incansable Eusebio Leal, la ley migratoria permanecía anclada en la Guerra Fría, la iniciativa privada se limitaba a la renta de habitaciones al turismo y algunas paladares.

Hoy, el panorama en este sentido ha cambiado. El celular se ha extendido notablemente y la red de redes  ha dejado de ser un bicho raro de ciencia ficción. La WIFI ha llegado e invadido parques y avenidas de la ciudad. Otro tema muy distinto es el precio de este servicio, su calidad dudosa y la inexplicable circunstancia de no poder tener acceso a Internet desde tu propia casa.

Pero ahí está, y aunque tenga que andar despatarrada en bancos de parques y muros de edificios, pendiente todo el rato de las picosas hormigas que llueven desde los árboles, puedo estar en contacto con mis amigos, informarme (hace mucho tiempo que la televisión y el periódico han dejado de constituir para mí una fuente fiable de información, no solo en Cuba, sino en todo el mundo), e incluso trabajar.

Otro tema que me sorprendió gratamente fue la intensa actividad reconstructiva en la ciudad. Para nadie es un secreto que adoro La Habana. No solo porque haya nacido en esta ciudad loca y despreocupada, sino porque siempre la he considerado una ciudad hermosa. La capital cubana es de una riqueza y variedad arquitectónica envidiable. La escasa actividad constructiva tras 1959, así como la dudosa calidad técnica y la insoportable fealdad de la mayoría de estas obras post-revolucionarias, el aislamiento internacional de la Isla, entre otros factores, han influido, para bien y para mal, en la conservación de una ciudad mayoritariamente edificada entre el período colonial y el republicano.

Una ciudad, por tanto, heterogénea, que varía de barrio en barrio o en su estilo constructivo y  en su espíritu. Y aun cuando hayamos perdido una parte muy valiosa de este legado arquitectónico -estoy pensando en los cines habaneros por ejemplo, la mayoría de ellos en pésimo estado, totalmente en desuso o reconvertidos-, conservamos buena parte de las edificaciones que nos han hecho famosos en el mundo entero.

Otra era, sin embargo, la situación de las casas y residencias privadas. Sin medios para afrontar el mantenimiento de sus viviendas, muchas familias han tenido que convivir en espacios que literalmente se caían, y aún hoy lo hacen en muchos casos, a pedazos.

Ciclones, falta de materiales de construcción, precios trepidantes y salarios por los suelos, casas superpobladas y divididas en mil habitáculos y barbacoas ante lo exiguo del parque de viviendas de una ciudad que crece demográficamente sin que esto tenga su correspondencia constructiva, entre otros factores, se hacen visibles en las residencias de muchos barrios habaneros.

Sin embargo, basta recorrer las calles del Vedado o de Playa para comprobar que esta situación comienza a cambiar. Las casas se reconstruyen, se modernizan, muchas veces respetando el espíritu original de la edificación. El trasiego de obreros y camiones con materiales de construcción es una realidad hoy en día.

Sin duda alguna la nueva ley que permite la compra y venta de casas ha tenido mucho que ver con esta situación. Los retornados o cubanos que viven en el extranjero, también. Y aunque no cuente con ningún dato para respaldar esto, tengo la impresión de que la apertura de la iniciativa privada influye igualmente al mejorar la economía de algunas familias cubanas.

En cualquier caso, muchas cosas han cambiado, otras no. De unas y otras me gustaría seguir hablando en este espacio, tan personal y subjetivo como una autora que piensa que no existe una verdad, sino millones de pequeñas historias que construyen una vida.

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