Jorge Milanes Despaigne
En casa cocinamos con gas de balita. Planificamos una fiesta entre amigos íntimos, pero se hizo necesario planificar la cantidad de gas para cocinar y que alcanzara para el resto del mes.
Habíamos hablado de freír chicharrones, hacer yuca, arroz moro y cocinar carne, nada menos que bistec de palomilla; de ahí la importancia del gas, pues desde hace días debimos buscarlo y ya estábamos preocupándonos de que se terminara.
Una hojeada al Punto del gas confirmó que no había venido. Ese establecimiento abre a la una de la tarde. Eran las diez de la mañana y ya había personas haciendo cola. Marcar tan temprano sin siquiera saber si vendría, era un riesgo y tenía cosas pendientes: búsqueda de algún alimento rezagado, como: lechuga, acelga, col y tomate.
A la una me acerqué al Punto para saber si habían traído el gas. Todavía nada. Aún permanecía el mismo grupo de personas. Me volví a casa ya preocupado. A las tres di otra vuelta y todo igual. Me cansaba. A las cinco de la tarde llegó el camión, un vecino me tocó la puerta para avisarme.
Salí rápido con la balita, desde lejos vi una gran multitud. Empecé a preguntar si cerraban a las siete; no tenía respuesta y había que saltar la masa para llegar al mostrador y hacer la pregunta. El muchacho delate de mí cogió miedo a la cola y se fue. Yo estaba orientado cuando oscurecía.
La cola avanzaba lenta. Pronto descubrí a los mensajeros que tienen varias libretas, para comprar el gas a las personas que prefieren que se lo lleven a domicilio.
Pensé que ni a las siete alcanzaría el gas y que la fiesta estaba colgada en un hilito. Una señora me dijo: “Oiga, acostúmbrese, esto es así.” A lo que le respondí: “No, señora, a esto no se acostumbra nadie.”
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