Mariana Grajales, un parque de memorias

Irina Pino

Parque Mariana Grajales Foto: Abel Rojas/radiorebelde.cu

HAVANA TIMES — Allí se alza una estatua de Mariana Grajales, la madre de Antonio Maceo, El Titán de Bronce, que incita a otro de sus hijos a que marche a la guerra.

El monumento está emplazado en la calle 23 entre C y D del Vedado, es un parque que solía ser muy frecuentado por mi familia y mis amigos. Durante mi niñez, iba a buscar la tranquilidad y la frescura de la naturaleza para leer libros de aventuras, corretear o montar bicicleta.

La gente disfrutaba de sus aires apacibles y conversaba animadamente por varias horas. Había parejas que se citaban para resolver sus diferencias o simplemente para besarse y “apretar”, como se decía en aquel tiempo, –ahora se le llama “descargar”–; eran muestras de amor que la gente ha olvidado con sus perennes problemas. Ya eso no se ve, las parejas prefieren buscar la intimidad en una habitación, que a fin de cuentas, escapan de toda mirada curiosa.

Cuando cursaba el pre-universitario Saúl Delgado, –que estaba enfrente–, mis compañeros y yo nos sentábamos a estudiar en el césped y en los bancos. Después hacíamos una especie de recital con temas de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, o con aquellas canciones de los Beatles, con ese mal inglés que daba risa. Hasta que comenzaba a oscurecer y debíamos regresar a nuestros hogares.

Algunas noches de sábado se hacían conciertos, venían grupos de música popular o trovadores. El escenario era muy simple: una rústica tarima de madera, un par de luces, el equipo de sonido con dos consolas y bastantes sillas para el público, eso era todo. Pero la algarabía general no dejaba dudas, los jóvenes acudían a bailar, otros a mirar y a escuchar.

Una forma sana de pasar el tiempo; y para colmo aquellos conciertos eran gratis. No vendían bebidas alcohólicas, solo refrescos y panes con “algo”, pero aún así, nos divertíamos, estábamos en la edad de la inocencia.

En la convulsa década del noventa, llegó el Período especial y sobrevino el éxodo. Aquí mismo presencié como muchos jóvenes armaban balsas y otros artefactos para salir del país. Se apostaban desde temprano para comenzar en su tarea, traían sus mochilas de provisiones y pomos de agua.

Recuerdo a Carlos, un amigo que vivía a la vuelta de la esquina, cuando llegó con sus bártulos y con aquella mirada asustada, pues tenía el síndrome del miedo tan arraigado que sospechaba que alguien podría aparecer y terminar con sus planes.

Llevaba consigo hasta una brújula, el muy previsor, me decía que con eso no habría escache posible…, de esta manera hablaba él, con su jerga marginal, a pesar de ser un muchacho inteligente, que soñaba con estudiar pintura en San Alejandro, aunque no pudo sacar la prueba de aptitud, trabajaba como cocinero en el albergue de la escuela de Medicina. Nunca llegó a los Estados Unidos, a pesar de la brújula. Lloré cuando me dijeron que se había perdido en el mar.

Unos años después, se aposentó en este lugar la rutina, los domingos fue punto de recogida para los estudiantes becados en el campo. Cientos de muchachos con sus maletas, bultos y otros enseres abarrotaban todo el espacio, pisoteando la hierba sin piedad, mientras se demoraba el transporte que los llevaría a sus respectivas escuelas. Quedaba luego un mar de suciedad, con papeles y restos de comidas.

El estancamiento se refleja ultimamamente en este parque, bancos desiertos, espacios vacíos…, los niños juegan un poco menos en este lugar. En algunas ocasiones, cuando paso por allí, veo una mesa de dominó y escucho los gritos de los jugadores: ¡me doblo compadre!, ¡agua, dale agua!…, y no hago otra cosa voltear la cabeza, seguir mi camino, apurada, abstraída en mis pensamientos.

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