En aquel Período Especial

Irina Pino

Vendedora de flores. Foto: Juan Suárez

HAVANA TIMES — Comenzó en los 90’s, como una sorpresa inesperada, aunque nadie sospechó que nos envolvería por muchos años, y aún hoy se vive con rezagos de este círculo infernal, como si no pudiéramos encontrar una hendija para escapar de él. Basta conminarlo, y entonces aparecen estas memorias.

Trabajaba en una galería de arte; mi labor no era otra que cuidar de las obras y guiar a los visitantes, pero sin adornar mucho de historia a los objetos, solo les mostraba las salas de exhibición, y amablemente esperaba a que terminaran su recorrido.

Me iba como a las 8 y 30 de la mañana, con un desayuno en el estómago más que irrisorio: un pan y un de vaso de agua con azúcar prieta, – la leche era un manjar, y los alimentos estaban caros–. El dólar llegó a subir hasta 120 pesos al cambio, a razón de que se hallaba penalizado. Al que atraparan con ese tipo de moneda se hallaba expuesto a una larga condena tras las rejas.

Como el transporte era escaso, me iba caminando al trabajo, a pesar de la distancia de 15 cuadras; mientras gozaba de la frescura de la mañana, observando la vegetación de los parques. Luego el mismo camino de regreso, pero esta vez subiendo la cuesta.

En la galería, había un pequeño puesto de libros, además de suvenires. En algún momento se solicitó mi ayuda, –cuando la visita estaba floja, por supuesto–; por lo que aprendí rápidamente a vender y a tratar con los clientes. Por mi adicción a la lectura, les indicaba a los compradores los títulos más interesantes.

Aquellos ejemplares solo se vendían en dólares…, pero la otra compañera me habló de que poseía muchos de ellos repetidos en su casa (antiguos regalos que atesoraba). Su idea tomó cuerpo y forma: venderíamos aquellos (los suyos), y nos repartiríamos las ganancias, por lo que no habría problema alguno.

Me hallaba feliz con mi “hucha”, guardando centavo a centavo para solventar algunas penurias. Ayudaba con esto también un poco a mi familia. Pero aquella felicidad duró solo un tiempo, hasta que se terminaron los volúmenes…

Extraños desvanecimientos, me venían de pronto, la gente se asustaba de aquellos desmayos, que asumo eran provocados por el estómago vacío en la jornada matutina. Después con el almuerzo me reconfortaba. En el trabajo me lavaba los dientes con el cepillo sin crema dental, porque era un solo tubo para todos en la casa y había que ahorrar al máximo.

Con un amigo gay, –que asemejaba un europeo, por su blancura–, hacíamos recorridos por la Habana Vieja. Nos disfrazábamos de “Yumas” para poder entrar en las tiendas, –a los cubanos les estaba vedado–; a no ser que viniera un familiar radicado fuera del país y te llevara de compras.

Como teníamos casi la misma medida, me prestaba sus shorts y pullovers. Su situación distaba de ser igual a la mía, pues tenía familiares en Estados Unidos que le enviaban remesas. Dentro de las tiendas hablábamos un poco de inglés, solo usando las palabras imprescindibles para que no descubrieran que éramos cubanos.

Con el dinero de los libros pude comprar calzado, comida, champú y jabón, –en ocasiones tuve que usar hasta jabón de lavar para asearme–, pero no el jabón de lavar oloroso, sino el que daban una vez al mes con la libreta de abastecimiento: ese áspero, que dejaba la piel como un cartucho.

El disfraz también nos permitía hacer amigos foráneos, que nos invitaban a comer y a salir algunas veces. Recuerdo un 31 de diciembre, que Hans, un amigo alemán, nos regaló una cena con carne de res asada, dulces en conserva y vino tinto.

Aquello lo recuerdo con cierta nostalgia, pues ese amigo se condolió tanto que nos dejó 100 dólares antes de irse. Eso sí, teníamos que caminar toda La Habana y llevarlo a donde quisiera, con un cansancio terrible en los pies, porque a algunos de “ellos” les encanta caminar y vivir a lo nómada.

El hermano de mi padre consiguió un trabajo de cuidador de baños en un cabaret de madrugada, por lo que llegaba con un dinerito extra, a veces 2 dólares o más, que constituía un alivio para la economía familiar.

Mi novio recolectaba semillas en el Parque Lenin, para hacer cortinas artesanales y venderlas en 100 pesos cubanos. Eso nos permitía hacer ciertas salidas.

Rememoro los primeros “apagones”, cuando la ciudad era fantasmagórica, y solíamos sentarnos por las noches en el parque de G a conversar para paliar el calor y el aburrimiento. Y a pesar de las circunstancias lográbamos sentirnos bien y planear aventuras. Es cierto que pasamos mucha hambre y necesidades, pero inventábamos maneras de sortear aquellos días como buenos cubanos, bautizados como los “Reyes del invento”.

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