Diferencias, rarezas

Por Irina Pino

Cartel de la película “Un hombre de altura”.

HAVANA TIMES — Las personas diferentes molestan a la vista, pero le duele más al sujeto, que tiene que soportar la mirada esquiva, el asco.

Esta reflexión me llegó después de ver una película francesa, en la que un enano y una mujer de estatura normal entablan una relación amorosa, las dificultades se multiplican, ella no quiere presentárselo a sus amigos, mucho menos, a sus padres. El personaje, acomplejado, se siente disminuido, a pesar de ser un profesional de clase media alta.

El  ejemplo del celuloide funciona, pero, ¿qué tal si este enano es uno de esos pobres de salario mínimo, que anda por las calles mal vestido, que vive como puede en un cuchitril? Otra desventaja más para alguien que ya carga con la cruz de ser un apestado social.

La realidad es que lo que no se vive no se siente, ¿cuántas veces nos preguntamos o nos ponemos en el lugar del mal mirado, de la persona discriminada por los demás?

Lo raro asusta, parece anormal a los que se consideran normales. Si vemos a un minusválido con una mujer hermosa (dentro de los cánones que nos impone el cine, la televisión), nos escucharemos diciendo: “Estará con él por lástima o porque el tipo tiene dinero, propiedades”. En el fondo, no aceptamos a esas parejas, nos parecen extravagantes.

Gordos, feos, personas con Síndrome de Down, son víctimas del desprecio. Viene a mi mente el caso de Joseph Merrick, El Hombre elefante, que nació con el Síndrome de Proteus, y que por sus monstruosas deformidades, era exhibido en un circo como un fenómeno, sin respetar su dignidad como ser humano.

Nos meten ideas preconcebidas desde que somos pequeños, al igual que un adoctrinamiento cualquiera, sea político, cultural o social. Se crean normas absurdas para todo lo que desenfoque de lo lineal, de lo establecido.

Ahora recuerdo un caso que sucedió cerca de mi barrio: hubo un enamoramiento entre un joven y una mujer madura, ella le llevaba casi veinte años.

Cuando la madre del joven se enteró, inició una guerra sin cuartel contra el hijo, tratando de separarlo de la “vieja”, como la llamaba. Para no cansarlos, aquella historia de amor terminó abruptamente. A los pocos años el jovencito se enamoró de una muchacha que daba clases en la escuela especial donde ambos trabajaban.

Esta vez la rebelión se impuso: a la madre, no le quedó más remedio que aceptar a su nuera: joven y sordomuda.

No es solo aprender a convivir con lo diferente, sino inculcar el amor al prójimo desde la niñez.

Con los mal llamados “anormales”, en lo que se incluye a los retrasados, autistas, ciegos, etc”, las instituciones, y todo el que desee involucrarse, se debe emplear un modo de compasión más productivo, que los ayude a sentirse útiles en la sociedad.

No obstante, creo que en verdad solo existen dos condiciones de “anormalidad”: causar daño a los otros, y ser indiferente al dolor ajeno.

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