Salida de Cuba… ¿hacia dónde?

Irina Echarry

Ilustración por Carlos

HAVANA TIMES — Cuando en 1994 los camiones cargados con balsas rústicas pasaban frente a mi edificio rumbo a la costa, no podía imaginar que la historia de los balseros en Alamar se repetiría durante  tantos años. De aquel tiempo recuerdo escenas asombrosas, familias angustiadas por la desaparición de uno de sus miembros, y gente con esperanzas de encontrar una nueva vida.

En la playita de los rusos llegué a ver a un babalao realizando un ritual a una embarazada: bajo el murmullo de los rezos pasó un pato vivo por todo el cuerpo de la muchacha. Al terminar, arrojó el animal al agua y, cual una competencia de natación estilo libre, varios jóvenes que, como yo, observaban desde la orilla, se lanzaron al mar, con una única intención: la captura del ave para saciar el hambre. Uno de ellos salió victorioso, alzando el pato en la mano y provocando aplausos eufóricos del público. Aquella escena satírica, lejos de hacerme reír, me ahogó en llanto.

Todavía los balseros son noticia; leo las informaciones y, en la frialdad de las cifras, resulta imposible aquilatar la angustia de sus protagonistas. Me sobrecojo, imagino pasajes, intento entender los motivos, pero todo es muy ajeno. Verlo ya es diferente; vivirlo debe ser desgarrador. Las imágenes quedan en la memoria como ciertos cuadros, pero esta vez no se trata de un trazo puntual, un color que nos seduce o un ambiente atractivo; no hablamos de una pintura, se trata de la vida. Y, por supuesto, también de la muerte.

En julio de este año fui testigo de una salida ilegal, la gente había montado los bultos sobre la precaria embarcación, solo esperaban la gasolina para partir. Como si estuvieran filmando  algún programa policiaco de domingo, los guardacostas llegaron justo en el momento en que ya habían subido el último bidón de combustible y se hacían a la mar. Una mar revuelta, con olas muy altas. La escasa luz del anochecer nos dejó ver a la balsa internarse poco a poco en la ensenada de Cojímar. Nunca supe si lograron llegar a alta mar o no.

Hace pocos días, paseando a los perros por la costa, tropecé con un camión que descargaba bultos, palos, tanques y una pequeña balsa rústica. Luego se agruparon a su alrededor varias  personas. Otra salida, pensé.

Esta resultó más impresionante, estaba llegando un frente frío, con olas inmensas. La balsa pequeña debía acoger a más de una decena de personas y, de pronto,  comenzó un altercado imprevisto.

La muchacha apretaba fuerte la mano de un niño que apenas llegaba a los seis años. Un tipo insistía en que el hijo no estaba en la lista; ella decía que sin él no se iba, y que ya había pagado. Pero no pagaste por él, respondía el hombre. Y así estuvieron más de veinte minutos.

Una de las uvas caletas me sirvió de escondite. Me mantuve esperando que llegaran los guardacostas y los atraparan en plena discusión; ya no eran solo palabras, la mímica había subido de tono, el llanto del pequeño añadía otro matiz a la escena. No me imaginaba pagando por un viaje tan incierto, exponiendo a otros en esa aventura, mucho menos debatiendo un asunto serio en un momento de supuesta clandestinidad.

Mi perrita saludaba (o despedía) a los futuros balseros como si fueran viejos conocidos.

La noche ya estaba encima de nosotros, a esas horas puede resultar peligroso andar sola por esos lares. Me fui.

Hice el camino de regreso deseando que el niño no montara en la balsa, aunque su madre creyera que ese viaje era la salvación, aunque al otro solo le importara el dinero. Ojalá el pequeño no haya incrementado la lista de desaparecidos en el mar, es muy chico para decidir si arriesga o no su vida en una travesía tan insegura.

Pero sé que otros menores seguirán, junto a sus padres, intentando llegar de esa forma a EE.UU. Primero porque en Cuba no hay futuro, y segundo porque cuando lleguen, la política de “pies secos, pies mojados”, les abrirá las puertas a otra vida. Eso, si llegan.

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