Réquiem por mi amigo Yoqui

Irina Echarry

HAVANA TIMES — Hace unos días murió mi perrito, un salchicha retozón que rondaba los 8 años y medio.

Llegó a la casa sin cumplir tres meses de nacido y sin nombre. Faltó poco para que se fuera a vivir a Granma por lo que mi hermano, con humor xenófobo, lo bautizó con la frase que supuestamente iba a decir el cachorro al llegar al oriente del país: Yo-quiero-ir-pa-la-habana; luego le puse Yoquiero, el nombre que mejor le pegaba pues su gula era ilimitada.

Más tarde, con el chiqueo natural que despiertan estas amorosas criaturas, mi madre lo convirtió en Yoqui.

No es el primer can que muere en la casa, antes fue una perrita -enferma durante mucho tiempo-, aunque lloré bastante, sentí que la muerte la libraba del sufrimiento.

Pero Yoqui sí es el primer ser que veo morir. Me ha removido en lo más profundo comprender de manera irrefutable lo efímera que es la vida. La certeza de nuestra vulnerabilidad me obliga a disfrutar mejor el presente y sobre todo de la gente que quiero.

Mi amigo, porque sin dudas lo era, emanaba vida en todos los sentidos; tres días antes de morir corría hacia la panadería, comía desaforadamente, le ladraba a cuanto semejante pasara por su lado, e intentaba subirse a la bicicleta conmigo.

Un parásito que gusta alimentarse de glóbulos rojos lo debilitó, desencadenando una profunda anemia y, a pesar del cuidado constante de una veterinaria, en vez de mejorar, empeoraba.

De más está decir que en los barrios periféricos los veterinarios particulares y estatales no tienen laboratorios clínicos a su disposición, se valen de la experiencia y no del resultado de análisis a la hora de diagnosticar.

Bastante bien lo hacen. Tampoco pueden transfundir, ¿de dónde sacarían la sangre?

La Clínica de Carlos III, del municipio Centro Habana, es la más cercana a mi reparto. Allí generalmente hay buen trato aunque (como en muchos lugares) no siempre los trabajadores están de buen humor ni poseen todos los recursos para tratar a los pacientes.

La doctora que nos atendió andaba recogiendo dinero entre todo el personal para arreglar el baño de la clínica mientras atendía a un pastor belga tan decaído como Yoqui; la fetidez inundaba su consulta, la más próxima al servicio sanitario. Tampoco había sangre para transfusión, aunque sí antibióticos y vitaminas.

Como no sirve de nada pensar en lo que debí hacer y no pude, he intentado olvidar esos últimos tres días. Es muy fácil, los recuerdos de Yoqui son numerosos, la mayoría felices…

Pero de vez en cuando vuelve a mi mente su mirada triste, sus orejitas caídas y pienso en la ironía que acompañó su final: él, que fue tan revoltoso, perdió, de golpe, el ánimo de caminar; tanto que comía y terminó inapetente.

Lo enterramos cerca de la casa, en uno de sus lugares preferidos.
Un poema de Unamuno que leí hace muchos años, y entonces apenas entendí, vuelve a mi memoria. El poeta se pregunta, al igual que yo, si volverá a encontrarse con su perro:

Allá, en el otro mundo,
tu alma, pobre perro,
¿no habrá de recostar en mi regazo
espiritual su espiritual cabeza?
La lengua de tu alma, pobre amigo,
¿no lamerá la mano de mi alma?
¡El otro mundo!
¡Otro… otro y no éste!
(…)
¡El otro mundo es el del puro espíritu!
¡Del espíritu puro!
¡Oh, terrible pureza,
inanidad, vacío!
¿No volveré a encontrarte, manso amigo?
¿Serás allí un recuerdo,
recuerdo puro?
Y este recuerdo
¿no correrá a mis ojos?
¿No saltará, blandiendo en alegría
enhiesto el rabo?
¿No lamerá la mano de mi espíritu?
¿No mirará a mis ojos?
Ese recuerdo,
¿no serás tú, tú mismo,
dueño de ti, viviendo vida eterna?

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