Irina Echarry
Ya sé que en otros sitios es peor, pero eso no hace menos serio el asunto.
Quien se levante bien temprano podrá ver una inmensa nube sobre la ciudad. En lugares específicos como el Cristo de Casablanca, se distingue nítidamente la línea que la define. Es el smog. Lo curioso es que en la Habana apenas hay industrias.
Entonces los que no fumamos nicotina estamos expuestos a ella, al alquitrán, al monóxido de carbono, al plomo y al cadmio (entre otras sustancias) que desprende cada cigarrillo que se quema.
En la esquina donde vivo, en Alamar, los amaneceres no son nada apacibles. A las guaguas del paradero con su habitual humo negro y el familiar ruido de los cláxons, desde hace un tiempo se añade una flotilla de camiones techados que hacen el recorrido de la ruta P3.
Si a todo esto sumamos el metano de los vertederos y el dióxido de carbono y gases tóxicos de la frecuente quema de basura en la ciudad, no podemos menos que extrañar la época en que el aire era más puro.
La solución no es nada novedosa: utilizar la energía del agua, el viento o el sol que con la industrialización fuimos desechando. Dejar de fumar nicotina definitivamente. Y, además de la bicicleta, volver a desplazarnos en caballos, burros y chivos. Ya me imagino montada en un quitrín de altas ruedas, sorteando los baches de la Habana. Será un viaje más lento, pero sin tanto humo.
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