A quién le importa Anatolia

Irina Echarry

HAVANA TIMES — Faltan diez minutos para las ocho de la noche, hora en que empieza la segunda tanda del cine la Rampa. Estamos listos para disfrutar la película turca Érase una vez en Anatolia, avalada con el gran premio del jurado en el Festival de Cannes. Dispuestos a permanecer sentados los 157 minutos que dura el filme, esperamos que abran la taquilla.

El preámbulo

En el cine había una actividad musical y a todas luces los trabajadores pensaban marcharse en cuanto acabara. Al percatarse de nuestra intención trocaron sus sonrisas en muecas, una energía extraña invadió el lugar, pero nosotros firmes.

Nos anunciaron que con menos de diez espectadores no se proyectaría la cinta. Es una medida rara que pocos conocemos y que no ha sido anunciada.

Ya éramos nueve cuando una de las trabajadoras nos alertó: la película es tremendo clavo.

La taquillera nos miraba con desprecio, como si la estuviéramos traicionando o maldiciendo; de pronto descubre que una de las futuras espectadoras llevaba un short.

En los cristales del cine no hay fotos de películas ni anuncios de próximos estrenos cinematográficos, pero junto a la taquilla resaltan varios papeles con frases prohibitivas como por ejemplo: No se puede entrar a la sala en short o camiseta. Recordé que tenía un pareo en mi mochila y se lo di a la muchacha para que lo usara como saya. A pesar de la mala cara y de la incomodidad que mostraron nos vendieron las entradas.

La película

Imágenes nocturnas de una carretera a lo largo de la estepa, las luces de tres carros iluminan la pantalla; dentro, viajan varios policías, un juez, un médico y un sospechoso esposado que no recuerda el sitio exacto del crimen. Es la oportunidad de ver un sitio desconocido, ajeno y personajes que nada tienen que ver con la cotidianidad de Hollywood; policías humanizados que dudan y son engañados por el reo en la búsqueda desesperada de un cadáver, gente que reflexiona sobre su existencia; un inicio serio, prometedor.

Los carros se trasladan de un sitio a otro; mientras, el tiempo transcurre y las conversaciones versan sobre el divorcio, la calidad del yogurt, las mujeres, los misterios de la vida y de la muerte.  Hacen un alto en la búsqueda y se dirigen a un pueblo, allí, mientras comen y charlan con el alcalde, se va la luz. Sigue la oscuridad durante unos minutos hasta que reanudan la faena sobre la carretera. Amanece, el sospechoso recuerda el lugar. Cavan, encuentran el cadáver … y en ese mismo instante la pantalla se queda oscura.

La otra película

La sala estaba que ardía, si el equipo de aire acondicionado del cine no está roto, podríamos asegurar que querían rendirnos con el calor.

Habíamos entrado a la sala con la sensación de que cualquier cosa podía suceder; desde el anuncio de la rotura imprevista del proyector hasta un apagón. Pero que sucediera justo a la hora y media de rodaje, tiempo de duración de una película “normal”, nos dio la certeza del sabotaje. Nos quedamos sentados en las lunetas, dos lámparas de emergencia iluminaban nuestra espera. Hasta allí llegaba la frase clásica: esto es pa largo.

Un ¿trabajador? nos convidó a salir. De pronto se encendieron las luces de la cabina y vimos los cielos abiertos, aunque el tipo aseguraba que no había electricidad e insistía en que esas también eran lámparas de emergencia.

Todo el cine seguía encendido al igual que la calle 23. Como sospechábamos que era una farsa, seis de los espectadores frustrados hablamos con la administradora.

Al principio la señora no quería diálogo, pero cuando uno la requirió, regresó a conversar. “Yo no tengo la culpa, fue una fase del cine, esto es hasta mañana… aquí nosotros hemos trabajado hasta sin agua… no pude hablar con la empresa eléctrica porque el teléfono estaba ocupado…”, se defendía al sentirse cuestionada.

Nos confesó que si por ella fuera, en La Rampa no se proyectarían películas como esas porque nadie quiere verlas, pero la programación del cine no depende de su administradora. Refutó con cinismo nuestras sospechas de sabotaje y reaccionó muy mal cuando alguien le pidió al proyeccionista pasar a la cabina para verificar la falta de electricidad:

Usted me está faltando el respeto”; según ella, la estaban ignorando, y lo peor, juzgando. Muy ofendida no escuchó la réplica, la verificación era precisamente para no juzgar sin fundamento.

Recordó sus 60 años, sus canas, el tiempo que lleva trabajando y se retiró, enojada, a su oficina.

Mientras tanto el muchacho subió con el proyeccionista y volvió inmediatamente confirmando nuestras sospechas: había electricidad, solo la quitaron para cortar la proyección e irse temprano.

Volvimos a donde la señora que dirige el cine, le dimos la información y salimos; no escuchamos disculpas de nadie. ¿A quién le importa si perdimos tiempo y dinero desplazándonos hasta el cine, si pasamos calor aunque en ningún lugar anunciaban la falta de aire acondicionado, si era el último día de proyección de la película? ¿A quién le importa que hayamos descubierto la mentira?

Todavía siento incomodidad cada vez que lo pienso. Una vez desenmascarado el complot, debimos haber exigido que pusieran el filme y, si eso implicaba dormir en la calle porque perdíamos la última guagua, estoy segura que la noche nos hubiera parecido mágica.

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