Cuando la vida imita a la ficción

Francisco Castro

Foto: Caridad

HAVANA TIMES — A lo largo de mi vida, he podido comprobar que esos detalles que vemos en las películas, o leemos en los libros, que nos parecen que desbordan la realidad, ciertamente tienen un basamento real en ella. Como la luna que tengo delante, ahora mismo, mientras escribo: enorme, descomunal, redonda, y roja.

Alguna vez vi en una novela mexicana, que un personaje tenía que comunicar algo muy importante a otro, pero la emoción no le permitía hablar. Sencillamente no salía la voz, aunque movía los labios. Y allá fui yo a imitar a los mexicanos, cuando a los 17 años, tuve que decirle a mi madre que mis llegadas tarde a la casa eran porque me entretenía en casa de mi novio.

Mi primer novio, mi primera relación amorosa. Con un muchacho. Todo miedo a una reacción adversa resultó fundado. Mi madre, con una tranquilidad pasmosa, me dijo que ya se lo imaginaba, y que por favor me cuidara, etc.

Muchas veces hemos pensado que la naturaleza se confabula en contra nuestra. Cuando necesitamos un día soleado, caen raíles de punta. O cuando nos vestimos decentemente para asistir a un lugar muy serio, la ola de calor hace que sudes a mares, y de paso pone de mal humor a la gente en la calle, que te empuja en las guaguas, te pisotean, y te echan la culpa.

Pero no siempre es así. Cuando comencé mi vida laboral, en el 2009, recuerdo que no tenía un lugar donde vivir, así que estuve una buena temporada de polizón en la Residencia Estudiantil del Instituto Superior de Arte.

Ese día, muy temprano en la mañana, salí hacia la locación donde se desarrollaba el rodaje en el que fungía como asistente de dirección. En mi cabeza, todos los problemas y preocupaciones que esta función conlleva, sumados a la tormenta de tener que esconderme en la Residencia para que no me expulsaran y no quedar en la calle.

Pues voy caminando por el paseo de la calle 120 del barrio Romerillo, rodeado por enormes árboles, cuando comienza a caer una fina llovizna, e inmediatamente, frente a mi, se abre el cielo y comienzan a salir los primeros rayos del sol. En ese momento, se los juro, creí oír un coro celestial. Ese fue, quizás, el día de mi mejor rendimiento en el trabajo.

Y en cuanto a llorar, nunca se ha visto semejante espectáculo más que en el cine de cualquier nacionalidad. Gente por la calle, gente en el metro, gente en sus casas, gente en cualquier lugar destilando toneladas de lágrimas causadas por mil y una razones.

Así me vi hace poco, cuando recibí la noticia de que ya no podía seguir residiendo en casa de mi familia de La Habana. ¿Las razones? No importan. Como no les importó a ellos dejarme en la calle, sin pensar en que no tenía dinero para alquilar una habitación, o ningún otro lugar al que ir.

Ese día lloré cerca de dos horas seguidas, mientras caminaba hacia la casa de una amiga. Y durante una semana, estuve llorando cada vez que uno de mis amigos me ofrecía su casa el tiempo que yo lo necesitara.

Lloré al comprobar que tengo pocos, pero inmejorables amigos. Lloré al saberme despreciado por mi familia de La Habana. Lloré al comprobar que mi familia de La Habana (¿o debería llamarles ex – familia…?) se volvieron viles y mezquinos al contacto con el dinero.

Y lloré y lloré, y aún lloro, (aunque menos) por ellos, por mí, por la vergüenza que esta acción suya traerá al resto de mi familia, y por lo que podría pensar de esto mi difunta abuela de estar viva.

Y lloro de felicidad, porque se que voy a perdonarlos, porque un lastre como ese no puede quedar sobre mis hombros por el resto de mis días, y eso me hace sentir grande.

Esta noche escribo, frente a una luna que ya adquiere su tamaño y color normales, e imagino a los cientos de escritores que en este momento estarán construyendo sus ficciones; a los miles que en otros tiempos las construyeron, y no puedo dejar de pensar en si fueron ellos tan geniales como para hacer que la vida los imite, o si al contrario, la vida los llevó a recrear los pasajes más emocionantes e increíbles del mundo.

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