Erasmo Calzadilla
El día de las elecciones me ví envuelto en un drama familiar. Como no dormí esa noche en casa llamé a mi madre tempranito para decirle que no iba a votar. Hace años que llevaba acopiando valor para hacer algo así, pero solo esta vez llegué al suficiente.
He escuchado que este tipo de elecciones barriales son de las más progresistas y revolucionarias del mundo pero al menos aquí son el mecanismo perfecto para mantener las cosas tal y como están, y legitimarlas además con el voto popular.
La explicación de los pormenores del sistema electoral cubano se la voy a dejar a los teóricos para seguir con la historia de mi madre.
Antes de que empezara a llamarme y a joder para que fuera a votar tomé la iniciativa y le conté por teléfono mi decisión.
Entonces comenzó la cantaleta: que si me voy a marcar en el edificio, que no voy a conseguir un trabajo bueno nunca más etc. etc., y no deja de tener razón.
Comprendiendo que por esa vía no iba a lograr nada, mami pasó a una segunda variante: el cuento (no totalmente fantástico) de que haciendo algo así iba a perjudicar a la familia. El argumento era fuerte, otros años me había hecho dudar, pero esta vez pasé por encima de él. Yo los he aceptado a ellos aunque no piensen igual, ellos deben hacer lo mismo conmigo.
En un último intento por “arreglar” las cosas Olguita quería mentirle a los del colegio electoral cuando vinieran a casa a preguntar por mí, decirles que estaba fuera de provincia y no iba a llegar a tiempo, pero también le quité la idea. El valor que acopié llegó a ser suficiente como para no esconderme.
La razón principal para no ejercer el derecho al voto es precisamente la no aceptación de tales mecanismos de presión que hacen tener miedo a mi madre; no quiero legitimar algo así.
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