Elio Delgado Legón

Canasi, Cuba. Foto: Agnese Sanvito

HAVANA TMES — Hoy mis recuerdos me llevan a un personaje que antes de la Revolución se veía con bastante frecuencia en los campos de Cuba. Me refiero al caminante.

Los caminantes eran hombres que cansados de buscar trabajo y de pasar hambre, después de haber perdido hasta su casa por no poder pagar el alquiler, no les quedaba otra opción que dedicarse a la mendicidad, pero no en la ciudad, sino caminando el país de un extremo a otro, a través de los campos, buscando quien les diera un poco de comida.

Tendría yo nueve o 10 años cuando una mañana, estando con mi madre y dos hermanas pequeñas, apareció por el camino que pasaba frente a mi casa, un caminante.

Mi casa era un bohío con paredes de yagua, techo de guano y piso de tierra, que había construido mi padre en un pequeño pedazo de terreno que nos había prestado un hermano de mi madre, al lado del camino.

Cuando el caminante llegó a la puerta del bohío, no preguntó si podía entrar, sólo se lamentaba de lo cansado que estaba y de los dolores que tenía en el cuerpo. Entró y se sentó en un taburete que estaba cerca de la puerta y puso en el suelo un bulto grande que traía.

Mi madre, entre apenada y aterrorizada, le dijo que no tenía nada que darle, pues realmente lo que había apenas alcanzaba para el almuerzo de los cinco que éramos en la casa.

El hombre no paraba de lamentarse de los dolores en el cuerpo y a cada momento decía, mirando hacia el cuarto dormitorio del bohío: –¡Ay, que cansado estoy! ¡Qué ganas de acostarme en una cama tengo! Y con pequeños intervalos, repetía su lamento.

Mi madre se moría de miedo de que aquel hombre decidiera entrar al cuarto, tan sucio como estaba, y acostarse en la cama. Le dio un pedazo de pan, del poco que tenía para nosotros y el hombre se lo comió con avidez.

Al poco rato apareció por el camino un vecino con una carreta cargada de caña y mi madre lo llamó para que la ayudara en aquel difícil trance.

El hombre vino y convenció al caminante para que se fuera con él en la carreta hasta el central. Se lo llevó y lo ayudó a subir, hasta que se sentó en lo último arriba de la caña, con su gran bulto al lado.

A menos de 50 metros de mi casa, el camino hacía un recodo, con una parte más alta que la otra, y como los bueyes se arrimaron más al lado más alto, la carreta se viró y allá fueron a dar, parte de la caña y el caminante. Éste recogió su bulto y regresó a mi casa con sus lamentos, ahora acrecentados por los golpes recibidos al caer, y repetía una y otra vez: ¡Yo que estaba malo, ahora estoy más malo! ¡Qué ganas de acostarme en una cama tengo!

Con la ayuda de algunos vecinos, el carretero logró enderezar la carreta y recoger parte de la caña regada y regresó a mi casa para llevarse al caminante.

De nuevo la carreta emprendió el viaje, con el caminante encima de la caña. Luego supimos que estuvo un par de días en el batey del central y después siguió su camino.

 

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