De la buena mesa a la gastronomía minimalista (II)

Dariela Aquique

HAVANA TIMES — Como decía en el comentario anterior, somos famosos, entre otras cosas por gustar de la buena mesa. Nos gusta comer bien y bastante. Una cocina que se apropió de tantos menús y de tantas formas de prepararlos, hizo que en nuestra mesa la variedad fuera una costumbre.

Los abuelos heredaron de sus padres el hábito de ocuparse por alimentar bien a sus hijos, para que crecieran sanos y fuertes. Y nuestros padres fueron enseñados a hacer seis comidas diarias y a aprender a comer de todo, como dicen los viejos.

El desayuno siempre fue una comida cardinal. Aunque dependía de los gustos particulares de cada familia, o de la región del país, o del nivel adquisitivo.

Podían encontrarse en las mesas matutinas frutas tropicales, o sus jugos naturales o en batidos. El huevo en todas sus variedades, tostadas, mermeladas, cereales. Pero el clásico siempre fue el pan con mantequilla, el café con leche y la taza de café fuerte y humeante.

El almuerzo y la comida solían ser los más reforzados y generalmente incluían un plato de proteínas; carne, pescado, marisco, vísceras o huevo. El arroz ganó el protagonismo entre todas las guarniciones. Pero igual, no parecía suficiente y siempre se acompañaba de potajes, viandas y ensaladas de vegetales.

Las meriendas lo mismo eran elaboradas por las amas de casa para sus familias, que consumidas en cafeterías y merenderos si se estaba en la calle.

Según el anuario de la ONU, antes de 1959, Cuba contaba con una vaca por persona, y era el tercer país de Iberoamérica (solo superada por Argentina y Uruguay) que más carne de res per cápita consumía (40 kg al año).

Bajo el padrinaje de los soviéticos, nunca las cifras volvieron a ser tan altas, pero con todo y la racionalización se comía bastante carne y sus derivados. ¡Ah, benditas latas de carne rusa!, infaltables en las becas y las escuelas al campo.

Pero cayó el muro de Berlín, y las vacas empezaron a ser sagradas como en la India. Y sacrificar una, tendría una condena tan grande como la de un homicidio.

A partir de los tristemente célebres días del período especial, hasta hoy, en muchas casas de Cuba, se dejaron de hacer las seis comidas diarias. En los días más oscuros, miles de personas se acostaban con solo un tazón de sémola en el estómago.

Las hamburguesas llegaron a ser vendidas con un bono dado por los CDR, a las cuadras de vecinos asignadas en distintas semanas. La gente iba con el ticket a unas casetas dispuestas por los dirigentes municipales, daban sus nombres y apellidos, los dígitos de carnet de identidad y el número de su Comité.

Con aquel autorizo final podrían pasar a la cafetería y comprar dos hamburguesas con mariquitas de plátano burro y un refresco instantáneo al módico precio de ocho pesos. La imagen era la de una burocratizada prisión.

No faltaron los inescrupulosos. Y de las más repulsivas anécdotas, están la de los emparedados de frazadas de limpiar adobadas y fritas. O las pizzas con condones derretidos como queso.

De lo que inventaba la gente en sus casas para comer, ni hablar es bueno. Hacer picadillo de cáscaras de plátano y freír con manteca de coco o de majá.

Desde entonces la soya entró en nuestras cocinas para quedarse. Y hace poco el legendario líder estaban convidando a la moringa a nuestras mesas. Qué bueno sería ver la suya, ¿verdad?

Continuará…

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